jueves, 8 de noviembre de 2012

La delgada línea.

Qué tanto sufre, mujer, como para encontrarse así? Qué tanta agonía carcome sus días para desmembrarlos de forma tal que se muestren inútiles? -indagó él-. 
- La agonía es usted. Estoy iniciando un final que no quiero que termine -le dije-.

El portazo se infiltró en mi cara al grito de "no me busques más" y eso era lo que realmente quería... si aquel alma no escribía, ya no me interesaba absolutamente nada de su persona. Todo él se reducía a su escritura, lo demás era el regocijo puro de sus miserias. Los conflictos arrolladores, los amores lejanos que nunca quiso soltar y la pérdida inminente de un presente efímero lo habían convertido en un hombre propenso a no superar las derrotas, un hombre inconmovible y falto de empatía. El que contradice sus actos con palabras. El inconsecuente. El que nada supera y todo acumula. 
El tiempo pedaleó sin parar y el efecto se coló en nuestras vidas, en la materia perecedera de nuestros cuerpos.
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El sol desenmascaraba lo invisible, el polvo en los muebles y el desuso de un recinto en decadencia. Las cortinas ocres creaban un complemento perfecto con la escena, las rajaduras en las paredes eran como venas en plena circulación. Nadie entendía porqué una casa tan deteriorada formaba parte de aquel paisaje, una tapera en la ciudad sustituyendo la presencia de un baldío. Una canción giraba sobre el aparato  multiplicando acordes siniestros. Objetos insensatos desorganizando el espacio: velas derretidas, tabaco despotricado al azar, postales, cartuchos de plumas vacíos, entre otras ínfimas banalidades tangibles. El hombre en su silla, recostado sobre una mesa pequeña como en posición de sacerdote malherido, desalineado, implorando redención. Un hombre demasiado frágil como para habitar el afuera. Su porte denota semanas de reclusión en aquel bunker literario. Hay libros salpicados por el suelo junto a un colchón solitario que viaja entre una marea de sábanas enmarañadas. El viento hacía retorcer el sonido de una sirena monocorde y estruendosa... a la distancia. Siempre se sintió incapaz de escribir lo que sentía, de transmitir lo que debía. Pero tanto abandono, tanta angustia giraba en torno a cierta promesa incumplida, su deuda más dañina, su carta más morbosa. Era tanto el espasmo producido por la angustia, era tanta la culpa como el placer del pecado. Los párpados le pesaban entre tanta escoria y cayó sobre sus propios brazos...

Ensueño: Él caminaba rápidamente, pero a cada paso la calle se extendía como si una fuerza superior estirase la tierra para que él no logre su cometido. Desesperaba, corría y la calle se seguía ensanchando, en cada paso la distancia aumentaba. Comenzó a rebanarse a gritos, pero ni siquiera pudo emitir un quejido silencioso. Cerró los ojos y un suspiro! y de pronto estaba ahí, en aquel cuarto que tantas veces lo había encontrado desnudo devorando a aquella mujer cuyo deseo él no había cumplido, aquella mujer cuya deuda la había enfermado.  Recorrió el cuarto a oscuras preguntando por ella, hurgó cada recoveco diminuto, cada espacio donde resultaba físicamente imposible hallar a un ser humano... pero la respuesta nunca se hizo presente. Sumido en la desesperación murmuró una letanía y sintió vergüenza de recurrir a deidades en las que nunca creyó...

Despertó con una agitación sobrehumana y contempló la ventana con una amargura indomable. Había sido tan real que...
Dudó. Antes de tomar el picaporte en sus manos, retrocedió tres veces con paso decidido... pero era inútil, la decisión ya era carne.
Ella se dejó arrastrar hacia el otro lado con el vapor frío de una exhalación letal.
Tomó en sus manos los bocetos que tanto insomnio le había generado y se desvaneció al final de la calle. Paralelo a su andar, un tranvía enclenque se deslizaba por las vías incrustadas en el adoquín. El sol le quemaba la frente como ascuas marchitando primaveras. Se topó con el destino... El hombre errante, intentando reivindicarse con los bocetos bajo el brazo, levantó una mirada sombría y ahí estaban: todos los recuerdos aglutinados en aquella casa. Se veía descuidada, el techo estaba notablemente deteriorado, la pintura descascarada y las plantas malheridas por la escarcha del invierno.
Irrumpió el espacio como quien interviene la cicatrización de una herida. Las ventanas cerradas daban la sensación de opresión constante, la oscuridad revelaba aún más el abandono. Sobre la mesa encontró cartas añejas con una letra cercana al garabato, todas de la misma persona, ilegibles. Intentó decodificar los mensajes y no pudo. Un pálpito estruendoso le arrebató su cuerpo, la desesperación de no encontrar el panorama que deseaba y el temor de hallarla tendida entre sus vísceras. Era tal como lo había soñado. Demasiado tarde para un amanecer, demasiado temprano para un dolor insoportable. Abrió la puerta del cuarto... un murmullo de silencio precoz logró aturdirlo. La llamarada del crepúsculo extinguía sus fauces candentes en una profunda soledad. Dió el primer paso con los ojos abismados, azorados ante tanta crueldad. Se acercó al lecho y el panorama se dejó ver por el remanente de luz que producían las velas en extinción. El rostro afiebrado del caballero comenzó a derretirse en gotas, las gotas del quiebre. Las quejas internas del no entendimiento se manifestaban como bestias hambrientas. Las lágrimas se reproducían como larvas amuchadas en una podredumbre, caían del acantilado ocular como humanos suicidándose ante una catástrofe inconcebible. Fruncía el ceño y sus cejas en declive presionaban su cien con una fuerza mortuoria.
Percibió el calor de sus manos, aún estaba tibia. Mirando el cuerpo lánguido, pensó que la muerte le sentaba bien, que más allá de su palidez posmortem se veía tan o aún más hermosa que en vida.
¿Porque había hecho de su escritura una enfermedad?
No atinó a nada más que a depositar los bocetos en el cajón de la mesita de luz. No pudo tocar por última vez aquel cuerpo que tanto placer le había dado, aquel cuerpo con el que se sentía en nefasta deuda.

Dejé atrás mi delito... lacrimógeno, melancólico en cada paso mientras me empequeñecía cada vez más en el horizonte. El lugar no volvería a ser el mismo, la ciudad pareció detenerse en el tiempo, en la penumbra borrosa de una luna moribunda. Mi cuerpo embalsamado en la tristeza recorrería hasta el fin las calles mundanas de aquel habitáculo lúgubre.