Tener una cualidad intrínseca o natural, o poseerla de modo permanente:
soy una mujer.
Casualmente me encontré con ese ejemplo. Causalmente parecía ser el casual modo de encontrarme con mi propia falencia. Parecería ser que algo de lo que me digo a mi misma no lo estaría escuchando.
Y así, llegué a un puerto en donde nadie me esperaba. Llegué
haciendo señas absurdas e incomunicables, casi fuera de este mundo. La luna
parecía tibia desde el muelle, cruda y arrugada al mismo tiempo (nadie dijo que éstos serían antónimos).
A la larga el paisaje parecía ser lineal, ahogándose a cada instante en su
monotonía.
Por alguna razón quise contemplarme en el agua y no vi más
que agua, no vi más que demasiada agua, demasiada para mi alma que en aquel
momento solo tendió a encogerse. Ahí, podría decirse que hubo algo de vibración
-estado que me resulta muy ajeno, como si no fuese una cualidad intrínseca o
natural-. Estado de un cuerpo sensible.
Llegué al muelle y fantasee con encontrarte, siempre mi
fantasía se reduce a un encuentro. Siempre mi fantasía se reduce a eso,
fantasía desbordada sin concretar. Siempre mi vida se reduce a la fantasía. Alimento pseudo onírico que me
hace retornar a la experiencia del cuerpo sensible.
Pero nadie bordea estos parajes derruidos. Estos páramos
tumultuosos que lindan con los yermos más acabados. Ni siquiera un navío cansado,
oxidado. Ni siquiera un pescador errante se acerca a este muelle, que es mi
punto de inflexión con el mundo.
¿Habrá algo más solitario que este piélago desértico?
¿Habrá algo más solitario que este piélago desértico?
Vi agua, mucha. Ese era mi encuentro, el agua mucha. Alguien (no me preguntaré quien, no) me
había atado una bolsa con piedras, pero cuando llegué a la orilla la bolsa cayó
sin mí y el agua mucha la devoró. Comencé a reír, me sentí Sísifo. Pero yo
nunca fui ningún mito.
Caminé varios kilómetros en pendiente hasta llegar al
acantilado, pero cuando intenté arrojarme a aquel abismo, los filosos bordes de
las rocas se transformaron en las plumas más inofensivas sobre la faz de la
tierra.
Pregoné blasfemias al cielo, me retorcí en la hierba hasta
que mis cuerdas vocales se cortaron y enmudecí desesperada bajo un mundo con
demasiada vida, con toda la vida que detesté siempre.
Busqué veneno, lo bebí y se transformó en el vino maduro que
derraman ebrias las bacantes. Encontré una liana lo suficientemente resistente
para tensarla en mi cuello y se desintegró como una nube azotada por el
crepúsculo. El fuego era agua. El agua era aire.
¿Por qué vil naturaleza, maligna, no osáis permitirme
saborear el dulce vuelo hacia la muerte atando el frágil hilo de mi existencia
a la caprichosa esperanza del reencuentro
con mi amado?
He de tejer un sudario con mis lágrimas contenidas, cada
puntada vehemente que daré tendrá el ímpetu de mi soledad crónica. Las agujas
serán como mi fidelidad eterna hacia el hombre que no es más que un recuerdo
impertinente. Así he de tejerlo,
deshaciendo durante la noche lo que construyo durante el día.
Quería entender la vida mediante la muerte. Guardo bajo mi piel todos los otoños mezquinos y volátiles de la Ítaca homérica (referencia a quien me escribe). Otoños evanescentes, de azúcar impalpable. Quise saber por todos los medios posibles qué significaba ser. Solamente el significado de la palabra, y obtuve mi respuesta, la más evidente, la única.