miércoles, 5 de diciembre de 2012

Constitución.

(femenino)

Siempre me atrajo ese lugar. La representación perfecta del barroco contemporáneo... una sobrecarga avasalladora que contamina la mirada. La autopista se eleva delineando la plaza; el cemento como horizonte, partiendo al medio el panorama. La estación antigua, fiel retrato de una época épica. La mano de obra inglesa en los albores de principio de siglo, en los cimientos del "Tercer Mundo". Arquitectura detallada, totalmente incongruente con la actualidad donde lo básico es materia corriente. Un lugar inimitable donde se entrecruzan diversas realidades, lugar de paso para algunos, no así para otros. Recinto donde conviven el café, los libros, el chipá y los juguetes plásticos. Constitución, tanta sobre producción como respuesta a una modernidad vacía y estacionaria, como manifestación de un sistema absurdo.
Era de esos días en que yo tenía que ir para zona sur. Entro en la estación esperando alcanzar el próximo tren. A las corridas y agitada por mi escasa capacidad pulmonar miro el tablero: un minuto tarde. Bajé la mirada mientras mis pensamientos reivindicaban mi mala suerte... levanto la vista y el panorama no fué el esperado... Lo ví, parecía de otra época, similar a las caras descoloridas que revelan las imágenes de los inmigrantes arribando al puerto de Buenos Aires. Ese hombre era la réplica de un tiempo hermoso y pasado, la huella que deja el mar con su prolongado vaivén en la arena. Era carne cruda en un banquete añejo.
Inexplicablemente nos encontramos en tiempo y espacio, me miró... (no tengo un fundamento claro para admitirlo, pero debo asegurar que en sus ojos vi el impulso de lanzarse hacia mi). La estación seguía en movimiento, el murmullo matutino, las estrepitosas filas humanas interminables, "cadáveres de la nueva generación".
Inició el andar y rompió con esa diagonal que nos distanciaba. Las manos comenzaron a sudarme como  cristal transpirando en el frío. La vista me vibraba y distorcionaba la imagen, tal como lo padece la ciudad bajo una masa de aire calurosa.
- Disculpá, estoy medio perdido... ¿cómo voy a La Plata? 
- Eh... mirá, ahora 10: 43 sale un tren para allá. Yo me tomo ese, pero llego hasta Quilmes no más. Si querés te indico.

Su sonrisa me regaló un dejo de esperanza y al instante agradecí haber llegado un minuto tarde. Pasamos los molinetes y entramos en el corazón de la estación. La atmósfera era tan pesada como el hierro y el vapor que emanaban las locomotoras.
Fue un viaje extracotidiano. No hice caso de los repetitivos vendedores ambulantes de siempre que atiborran el vagón con sus estrategias de venta. Era él, la conversación, la insignificante distancia que había entre los asientos, el sol que se colaba por las ventanas, yo. La conversación y una noticia que amputó mis expectativas.
Antes de que se acerque el final inminente, mi maldito destino -reflejo de mi rutina- , portando una sonrisa melancólica me ofreció un próximo encuentro:
-El viernes a la noche es mi despedida... el amigo ese que tengo que se va a Francia... si querés estás invitada.
- A la medianoche en Scalabrini Ortiz y Santa Fé. Ahí estaré.

Me adentré entre la muchedumbre quilmeña pensando en qué osadía descocada me había invadido como para aceptar tamaña propuesta. No me gusta el jolgorio nocturno, menos con desconocidos. Luego confié en mi facilidad para socializar y eso me calmó; además tenía que volver a verlo, aunque sea una vez más. Continué mi rutina, acelerada para que el viernes a la noche se haga tangible. Era claro, a la medianoche en la intersección.
Viernes: una tarde eterna que parecía alentarse para hastiarme la existencia. Caminé, un deambular sincronizado elegía mis pasos. Era la caminata circular de todos los viernes, una circunvalación incesante de la que nadie, ni siquiera yo, daba cuenta. Es que nunca vi la oportunidad en la elección, son tantas, tan amargas, tan de una complejidad tal que no (Esta oración nunca termina)... tan que muchas veces elige por uno. Me olvidé. Me negué la posibilidad de.
La intersección, dos avenidas. La boca del subte tenía un aire decrépito de abandono mundano, la calle parecía marchita, ordinaria. Esperé un arribo, el porvenir de quienes me encontrarían, donde yo aseguraba encontrarlo.
Pasamos por tres bares insulsos aquella noche. A cada segundo el pecho se me hinchaba más, el sentimiento parecía tomar fuerza. Yo formaba parte de una cofradía de la que estaba ausente, en otro plano, otro ensueño. Lo contemplaba a oscuras mientras hablaba, y su boca se bamboleaba sutilmente en el aire, parecía una boca superdotada, era visualmente adictiva. Entre diente y diente había un hueco pronunciado, un espacio lo suficientemente visible como para terminar de asignarse una singularidad indefectible. Los ojos, de una profundidad críptica, soberbia, eran dos fosas marinas sin superficie. Los ojos rimaban eternamente, perfectamente, con los labios. Y por entre medio de los dos surcos azules caía en pendiente una nariz asquerosamente atractiva.
Me sentí presa del candor, embobada. En un cruce de miradas entre la concurrencia y el alcohol, él -nuevamente- pareció detenido en el tiempo, después volteó la cabeza con una sonrisa aguda y luego de unos segundos reivindicó su presencia entre las copas. Yo no comprendí, - otra vez - no comprendí. Mi cara entera interrogó aquella sonrisa, una expresión tensa y apergaminada se ocultaba tras mi cigarrillo.
Hay una parte que no recuerdo, todo sucedió de forma instantánea e imperceptible. La despedida fué una marea furiosa de abrazos, palabras y melancolía... nadie sabía si el viajante volvería a hacerse presente. Le hice saber la pena que me generaba haberlo conocido la semana de su partida, él admitió reciprocidad en ésto.
Me acompañó hasta la esquina y, naturalmente, lo invité a pasar. El domingo de madrugada ya no estaría más, era ése el momento. Finalmente terminamos acá, en el esperado viernes a la noche devenido en un naciente sábado ...Todo se reproducía repetidamente entre un halo tenue de luz queriendo ser penumbra en la oscuridad del cuarto, dos colores: Un primer plano de los ojos, dos bocas que se aúnan como sombra y pavimento; cuatro manos que se magnetizan como la piel y el acero al abrigo de una nevada titánica. Era mi constitución materializada. Esa fué nuestra primera y última vez.
Ahora duermo y no lo puedo encontrar. Cuando parece suceder, el nitrato se desintegra. El nitrato. No... la realidad, el despertar. El ensueño se, el ensueño se evanesce.
Él se fue, yo me fuí... nos fuimos; aunque nunca hubo lugar para el "nosotros"... solo está este recuerdo que resiste en este tiempo muerto que yo decido perpetuar.
Aún reflexiono... por qué narro ésto en primera persona si en realidad mi objetivo era mantener oculta esta experiencia, y la respuesta más sensata que encuentro es la vivencia misma. Es que no terminó, aquel viernes aún no terminó...

Hoy se cumple una semana de mi extinción material. No quiero decir cómo fue, sólo se que estaba viajando en un colectivo hacia Constitución y que llegaba tarde. Utilizo a alguien -sexo y edad indistintos-, una persona "x"  para sustanciar ésto... ésto. 
Ahora, soy el alba que se adormece antes de su despertar prematuro, soy el aire perenne y solitario que navega en el epicentro del océano. La materia pereció en un blanco constante y detuvo las horas. El tiempo y la materialidad me arrebataron los momentos, pero yo al tiempo le arrebato los recuerdos.