Es día de semana en la vía púbica de alguna urbe. Algún
lugar. Cualquier lugar. Hierve el sol -egocéntrica estrella magnánima-, quema
desde el cenit el asfalto, los techos, los cueros cabelludos, las pieles
andantes.
En aquel punto meridiano, más precisamente en una esquina, un hombre y una mujer se miran detenidamente. Contraste evidente con la calurosa muchedumbre. Toda vorágine ardiente pareciera estar en otro plano de la realidad, como una proyección visible pero intangible, proyección ensamblada en aquella estaticidad creada por ambos.
El hombre quiebra la quietud posando ambas manos en los
hombros de la mujer y desliza sus palmas hasta llegar a los codos. Con vehemencia
los arranca de un tirón sordo. Aprehende un brazo en cada mano y se lo injerta
en sus axilas peludas, sudorosas.
A media cuadra se oye el regodeo de unos niños en la plaza, el ladrido de unos perros enloquecidos, el sonido de un cuerpo deslizándose por el tobogán. Filosos guijarros que se entrometen dentro de las zapatillas. Guijarros y arena. De plaza.
Mientras, él la estaría besando. Las puntas de las lenguas
se encuentran dentro del terreno acuoso, se acarician. En simultáneo ella es
peinada con una sutileza masculina, diríamos, soberbia. Como cerdas de una
escoba, las yemas y uñas barren las crines castañas. Una maniobra pacífica, una
técnica fina, finísima, con el filo del calcio, uñas de leche de aquel hombre,
portador de una ternura persistente. Los frenos de un colectivo se clavan en la
avenida reculando ante el rojo del semáforo. Cae cada pelo hacia el piso, se deslizan por el aire conducidos por la inercia. Pelo, beso, aire, beso, pelo. Un hombre que
besa y deshace. Succiona a tal punto que
termina adueñándose de la lengua mujeril. En toda su boca, ambas lenguas
aletean como peces en la superficie y se retuercen meneando su barbuda
mandíbula. Finalmente, la deglute.
Ella lampiña. Ella imberbe. Desde sus ojos de mujer, ojos de
vértigo, ojos lisiados, ojos inmóviles, comienzan a caer débilmente las
lágrimas, tropiezan en la pendiente del ojo y caen al vacío desmembrándose en
la vereda. Ella se da media vuelta, comprendiendo el devenir inminente. Él mira
detalladamente: la espalda, la nuca, la médula y en un arrebato dulce le besa
el cuello. El cuerpo manco emite gemidos ambiguos, delgada línea entre el
placer y el dolor. Las veinte yemas de los veinte dedos de los cuatro brazos de
un solo cuerpo se posan en la espalda y delicadamente desmenuza la columna
vertebral cual artesano desarmando un cordón trenzado. Puede verse como la
mujer en cuestión muerde sus labios con un furor gélido. Ella cae
instantáneamente sobre el pavimento, invertebrada, desmedrada. Sus piernas
inútiles poseen una laxitud incoherente. Largas piernas como de muñeca, largas
piernas tiernas de algodón, crudas y hermosas piernas impertinentes.
Todas las miserias al unísono, todas las penas
sincronizadas, pero el cuadro aún no termina.
Las vértebras delimitan la escena. Hay pelos esparcidos por
la vereda, el aire, sus ropas. El hombre da su último golpe, el letal. Necesita
cerciorarse, saber si ella está encendida, sexualmente evaporada. Una mano
derecha se posa bajo la pollera llegando a la bombacha. Con las restantes quita
de su camino las piernas para cumplir su objetivo. Palpa con las yemas la vulva
corroborando la humedad de la misma. Acaricia lento. Ambos gimen. Se regocijan,
se excitan. Él hubiera querido penetrarla. El índice y el grande son insertados
en el interior de la vagina mientras el pulgar resiste por fuera y con un movimiento culmine desarraiga como un
anillo de oro el cilíndrico canal uterino. Lo toma entre sus manos, mira por
dentro. Lo pone a contraluz. El sol brilla. Un rayo de luz tibia atraviesa la
vagina extirpada. El sol retrocede ante una nube. La mujer es sombra, una
mancha sobre la vereda, un baño de huesos y vísceras. La mujer es sombra y puede verlo. Puede verlo,
verlo y escuchar ese silencio, esa columna extirpada, esos brazos arrancados,
esa boca deshabitada, ese cráneo desnudo, ese sexo anulado. Pues no es casual
que aquel caballero no le haya arrancado los ojos de un impulso edípico ni le
haya acuchillado las orejas cuan pintor desesperado. Claro que no es casual,
máxime si este hombre pretende dejarla aún con vida.
Él no quiere matarla, no es un asesino. Claro que no,
querido lector. No lo juzgues. Él quiere su corazón intacto.
El hombre pide un taxi. Libre, cartel rojo. Libre, taxi en movimiento. El sol se pone. La ciudad se vuelve umbral. Fin.