domingo, 27 de octubre de 2013

Umbral urbano


Es día de semana en la vía púbica de alguna urbe. Algún lugar. Cualquier lugar. Hierve el sol -egocéntrica estrella magnánima-, quema desde el cenit el asfalto, los techos, los cueros cabelludos, las pieles andantes.

En aquel punto meridiano, más precisamente en una esquina, un hombre y una mujer se miran detenidamente. Contraste evidente con la calurosa muchedumbre. Toda vorágine ardiente pareciera estar en otro plano de la realidad, como una proyección visible pero intangible, proyección ensamblada en aquella estaticidad creada por ambos. 

El hombre quiebra la quietud posando ambas manos en los hombros de la mujer y desliza sus palmas hasta llegar a los codos. Con vehemencia los arranca de un tirón sordo. Aprehende un brazo en cada mano y se lo injerta en sus axilas peludas, sudorosas.

A media cuadra se oye el regodeo de unos niños en la plaza, el ladrido de unos perros enloquecidos, el sonido de un cuerpo deslizándose por el tobogán. Filosos guijarros que se entrometen dentro de las zapatillas. Guijarros y arena. De plaza.

Mientras, él la estaría besando. Las puntas de las lenguas se encuentran dentro del terreno acuoso, se acarician. En simultáneo ella es peinada con una sutileza masculina, diríamos, soberbia. Como cerdas de una escoba, las yemas y uñas barren las crines castañas. Una maniobra pacífica, una técnica fina, finísima, con el filo del calcio, uñas de leche de aquel hombre, portador de una ternura persistente. Los frenos de un colectivo se clavan en la avenida reculando ante el rojo del semáforo. Cae cada pelo hacia el piso, se deslizan por el aire conducidos por la inercia.  Pelo, beso, aire, beso, pelo. Un hombre que besa y deshace. Succiona a tal punto que termina adueñándose de la lengua mujeril. En toda su boca, ambas lenguas aletean como peces en la superficie y se retuercen meneando su barbuda mandíbula. Finalmente, la deglute.

Ella lampiña. Ella imberbe. Desde sus ojos de mujer, ojos de vértigo, ojos lisiados, ojos inmóviles, comienzan a caer débilmente las lágrimas, tropiezan en la pendiente del ojo y caen al vacío desmembrándose en la vereda. Ella se da media vuelta, comprendiendo el devenir inminente. Él mira detalladamente: la espalda, la nuca, la médula y en un arrebato dulce le besa el cuello. El cuerpo manco emite gemidos ambiguos, delgada línea entre el placer y el dolor. Las veinte yemas de los veinte dedos de los cuatro brazos de un solo cuerpo se posan en la espalda y delicadamente desmenuza la columna vertebral cual artesano desarmando un cordón trenzado. Puede verse como la mujer en cuestión muerde sus labios con un furor gélido. Ella cae instantáneamente sobre el pavimento, invertebrada, desmedrada. Sus piernas inútiles poseen una laxitud incoherente. Largas piernas como de muñeca, largas piernas tiernas de algodón, crudas y hermosas piernas impertinentes.

Todas las miserias al unísono, todas las penas sincronizadas, pero el cuadro aún no termina. 

Las vértebras delimitan la escena. Hay pelos esparcidos por la vereda, el aire, sus ropas. El hombre da su último golpe, el letal. Necesita cerciorarse, saber si ella está encendida, sexualmente evaporada. Una mano derecha se posa bajo la pollera llegando a la bombacha. Con las restantes quita de su camino las piernas para cumplir su objetivo. Palpa con las yemas la vulva corroborando la humedad de la misma. Acaricia lento. Ambos gimen. Se regocijan, se excitan. Él hubiera querido penetrarla. El índice y el grande son insertados en el interior de la vagina mientras el pulgar resiste por fuera  y con un movimiento culmine desarraiga como un anillo de oro el cilíndrico canal uterino. Lo toma entre sus manos, mira por dentro. Lo pone a contraluz. El sol brilla. Un rayo de luz tibia atraviesa la vagina extirpada. El sol retrocede ante una nube. La mujer es sombra, una mancha sobre la vereda, un baño de huesos y vísceras.  La mujer es sombra y puede verlo. Puede verlo, verlo y escuchar ese silencio, esa columna extirpada, esos brazos arrancados, esa boca deshabitada, ese cráneo desnudo, ese sexo anulado. Pues no es casual que aquel caballero no le haya arrancado los ojos de un impulso edípico ni le haya acuchillado las orejas cuan pintor desesperado. Claro que no es casual, máxime si este hombre pretende dejarla aún con vida.

Él no quiere matarla, no es un asesino. Claro que no, querido lector. No lo juzgues. Él quiere su corazón intacto.

El hombre pide un taxi. Libre, cartel rojo. Libre, taxi en movimiento. El sol se pone. La ciudad se vuelve umbral. Fin.