domingo, 22 de septiembre de 2013

La última palabra.

Era Buenos Aires, estructuralmente era Buenos Aires. Podría haber sido otra ciudad, en otro país o continente pero no. Era la Buenos Aires de nuestros días, pero no sabía a presente. Nada se sabía del presente. Esa mañana salí de mi casa cabizbajo. Comencé a caminar a destiempo, en otro aire que no era el mío. Mis pies, con cierta alienación e ignorancia, se apoyaban duros sobre las baldozas, mientras algunas -cuidadosamente desencajadas del piso- hacían vibrar sólidamente mis pasos. Deduje que había llovido cuando sentí el agua entrar en mis zapatos.
Cuando hecho una mirada en derredor, comprendo que era Buenos Aires, pero a medio construir. Las calles, delineadas de forma intacta, carecían de semáforos y señales de tránsito. Es que no había tránsito alguno. Un edificio de aproximadamente unos catorce pisos sobre la calle Bolivar distaba de ser habitable. Era un cemento constante emergiendo de una superficie precaria. Todo estaba a medio construir o a medio destruir... como si hubiese sido saqueada, o podría haber sido una situación post guerra luego de que ciertas "autoridades" o algún resquicio de sociedad se encargó de ocultar y/o deshacer el delito. Claro, algo así, se deshicieron de los cuerpos, de la sangre y las vísceras secándose al sol. Era físicamente imposible... ¿como no...? ¿En que momento se...? No.
Primero comprendí esto, luego comprendí mi soledad. Ciertas veces, en algún insomnio o durante el hastío de un viaje en subte fantaseé con ver esta ciudad pelada, pero mi sensación era inimaginable. O quizás, era de esas situaciones de las que uno especula determinadas reacciones pero que en el momento real, físico y tangible en el que uno las atraviesa, resulta ser casi contrario a lo que uno sospechó.
Encaré hacia Corrientes para desembocar en el obelisco, y desde lejos pude ver una estructura de fierros mortalmente pelada, desnuda ante la amplitud vertiginosa de la avenida desierta. No comprendía. Me mostraba reacio a la creencia del mundo post guerra, o a la restauración completa de la "capital astral". Sentía desdén y hasta temor de vivir un sueño del cual yo no podía despertar. Llegué a replantearme si yo habría muerto...
...muchas veces en el afán de encontrarle una explicación a la muerte pensaba en que ésta sería un estado permanente de letargo y ensoñación, por toda la... eternidad... -¿hasta cuando?-, no se... hasta que los polos se desmolden y nos ahoguen en una respiración obsoleta. -¿Respiración?-. No hay actividad cerebral en el estado pos mortem... -¿Entonces que es? ¿El paraíso, el purgatorio y el infierno?-... No me puedo permitir pensar así, ya no estamos en el renacimiento. Dante lo describía de una manera exquisita. Pero no, sería casi igual o mejor que una película de ciencia ficción. -¿Entonces, por dios, qué somos? ¿De qué carajo se trata? ¿Qué hay? ¡Por el amor del cielo! ¿Un blanco constante, impertinente, perenne?-. ¿Será que vivimos todos los días creyendo saber que significa la nada, pero solo en el sueño eterno de la muerte sabremos con exactitud su verdadera esencia?.
No había un rastro ínfimo de vida allí. Ya no me agobiaba la sensación de caminar mientras ciertos transeúntes me clavaban el filo de su retina en los hombros. Si, así se sentía antes... era en los hombros, la médula, en el cráneo; en esos lugares la gente depositaba la punta de sus cuchillos críticos y morales.
Todos los inmuebles vacíos, con sus respectivos huecos y orificios destinados a puertas y ventanas pero totalmente desprovistos de las mismas. Busco en los bolsillos de mi saco y doy con un cigarrillo aplastado y una caja de fósforos, húmedos. Lo prendo, a sotavento, refugio el fuego con la palma de mi mano y lo prendo. Húmedo, cancerígenamente húmedo.    
Así era la cosa, yo en el medio de todo, sumergido hasta las muelas en el irremediable mundo de la soledad. La soledad... estar con uno mismo. Entiendo que en reiteradas ocasiones elegí mi soledad. Entiendo que hubo mujeres que dejé ir, otras, afortunadamente, se fueron por cuenta propia. Pero ¿qué iba a hacer? Acaso debía entregar mi remanente de vida a una mujer que no besaba, que no aplicaba bajo las sábanas la caricia entera o no forcejeaba con la fuerza justa?
Es verdad que dejé ir. Si, es verdad. No obstante, un presente tan abrumador como este me coloca en un tiempo irreverente y eso suena aún más angustiante. Donde hay un pasado muy consistente acechando tras mi nuca, un presente inentendible e inabarcable y un futuro inimaginable.
Quizás si volviese a mi casa... y me tiro a dormir... mañana será como antes, como lo fué siempre.
¿Donde está el desgraciado mundo que contagia las calles con su inmundicia humana?

Bajo por Avenida de Mayo para rememorar algo de aquellas calles antaño habitadas. ¿Qué iba a hacer?
Mi estómago estaba cerrado como una cripta, mi garganta solo demandaba más tabaco. Caminar podía ser mi único pasatiempo, deambular fervientemente quizás me llevaría al encuentro de algo inesperado. Así pasé el Congreso, hueco, inútil, decadente (una perfecta analogía de su función inconsistente).
Llegué a la estación de Once y me sumergí dentro. Todo era tan desolador. La noche ya se mostraba soberbia en la ciudad.
Me senté en un banco, limpio, inmaculado, sin uso, el único que había. Me siento y contemplo en silencio las vías, nuevas y abandonadas. En eso, pensé estar delirando pero vi que desde los rieles caminaba un hombre parsimoniosamente hacia mi. Quizás era alguien que también había sobrevivido. Un provinciano que no hizo más que caminar por las vías hasta desembocar en Once.
Comencé a temblar incesantemente, no se si era por la esperanza que éste representaba o el miedo a estar frente a un holograma. Escucho que a lo lejos este hombre pregunta:
- ¿Hace mucho que espera el tren?
Era la pregunta menos esperada ¿Acaso este imbécil no comprende lo que pasa?. Yo respondo energúmeno:
- No espero nada, señor.
- ¿Entonces? ¿se dedica a mirar la nada mientras el mundo galopa furioso por estos lados?
- ¿Está delirando?
- ¿Como es su nombre?
- Juan. Juan Favre. ¿El suyo?
- Digamos que en cierto punto somos tocayos. Poseo todos los nombres que usted desee.
-Usted comienza el interrogatorio de forma muy relajada, yo respondo. Le pregunto algo tan simple como su nombre y usted me responde, de forma intransigente, filosóficamente nada.
Comenzaba a cansarme este granuja desconocido. Encaré hacia la salida de la estación. Un temor espantoso me recorrió la vértebras. Sentí que me hablaba al oído, pero cuando me doy vuelta estaba a más de cien metros de distancia.
- La filosofía es un juego de hombres, Juan. El sistema es el juego inagotable de los hombres. No me venga con subterfugios estúpidos, amigo. Usted sabe tan bien como yo que ambos no pertenecemos al sistema.
- ¿Quien sos? ¿De donde carajo venís?
- Pregunta... usted pregunta como si la respuesta alivianara su incertidumbre. En fin, mi nombre es Luzbel, vengo del oeste caminando por estas vías. Caminé para encontrarlo acá.
-¿Y porque me busca? ¿Como fue que sobrevivimos? ¿Donde está la gente?
- ¿Sobrevivir a que, mi querido colega? La gente está donde siempre, las cosas están como siempre. Todo en su lugar correcto (Everything in it´s right place). Lo que no quiere entender es donde está usted.

Por un segundo, sentí como las neuronas fluían vertiginosamente dentro de mi cabeza. Los oídos comenzaron a zumbarme con una estridencia inusitada. El aire entraba por mis narices y cuando intentaba llegar a mis pulmones, sentía que mis vías respiratorias estaban obstruidas por un cilindro de metal irrompible. Mi vista tornose llorosa, las lágrimas se iban diluyendo con el sudor que poblaba mis mejillas. Cerré los ojos, con incesante agitación logré balbucear:
-Estoy en la estación de Once, canalla.
- No es cierto, usted sabe que no es cierto. Abra los ojos y verá claramente que ambos nos encontramos en la costa del Río de la Plata.
Era cierto. Ahí estaba, el río nocturno y furioso estallando contra el rompiente. Una puta ruptura de tiempo y espacio me llevaron ilógicamente a un lugar en el que creí estar toda mi vida. El río, yo siempre estuve en el fondo del conchudo río. Escuche aviones, pero no las vi. Y él seguía ahí, a cien metros mío hablándome como un dictador nefasto desde su estrado. No logré controlar la congoja...
- ¿Usted sabe, Juan, qué tiene en la camisa?
Me contemplo el abdomen, lo palpo. Veo las yemas de mis dedos húmedas. Me sofoco, me ahogo, me fagocito enrabiado en la niebla de la noche.
- ¡Sangre! ¿Que me hizo?
- Fue usted quien caminó errante por la ciudad con un abismo de 20 centímetros en su estómago, señor. Nadie fue en su búsqueda, nadie corrió a auxiliarlo. Solo yo he sido el único que ha llegado a su encuentro. Su herida pronunciaba clamores sórdidos que resonaban en mi sesos, los clamores de la desesperación, del fin ...Yo solo cumplo con mi función natural. Yo soy parte de la naturaleza, como este río, como el útero en el que usted fue gestado. Soy cada gota de aire que respiró, el tiempo que tardó en crecer, en caminar, en amar, en hacer nada. Soy su última palabra.