sábado, 24 de mayo de 2014

Erdosain

Alguien, un hombre precisamente, me había recomendado hacía un tiempo que lea “Los siete locos”. Si, la novela más emblemática de Roberto Arlt.  Esta suerte de amante -en el que no voy a entrar en detalles respecto al tamaño de su verga o de sus golosas manías sexuales- me dijo que el libro me encantaría,  sobre todo por la autenticidad de los personajes. Sí, siempre busco esos vínculos con mis amantes donde el tema central sea la literatura o la experiencia sensorial y sexual.

En fin, el día… mejor dicho, la noche que este hombre sentenció mi afición hacia ese tipo de lecturas, fue la última vivencia compartida. No por nada en particular, simplemente fue, digamos, un desprendimiento. Fue una gran noche. Él, impecable como siempre, predispuesto e infalible mordió una a una mis costillas. Pero así se fue, y así he de recordarlo. Aprovecho este escrito para agradecerle.

Conforme pasó el tiempo, yo me dudaba, me calmaba, murmuraba entre mi porque aquel sujeto me habría recomendado aquella lectura. En líneas generales no hay mucha ciencia en recomendar libros, uno más o menos entiende de qué va la cabeza del otro e instantáneamente une cabos pensando que, quizás, tal o cual autor podría llegar a gustarle.
Meses después decidí hacerle caso  a mi obsoleto amante. Era viernes (los viernes siempre son dignos de ser escritos… no, no siempre), ese día me desperté por la tarde. Tenía planes u obligaciones, no me acuerdo, pero decidí postergarlas y me fui directo a buscar el libro. Fui hasta una librería sobre Gascón que estúpidamente parecía trasladarme a algún suburbio parisino, algo en común con los lugares a los que asistía Oliveira para llevar a cabo sus encuentros con La Maga. La librería, no el barrio. El barrio no tiene nada que ver, pero la librería contrasta contundentemente y aún siendo una vidriera tímida frente a una fálica parada de colectivo, aún sin querer, se destaca.
Entré en el salón, un tipo de unos cincuenta con cierta desviación en sus pupilas con una cabeza pseudo pelada donde se le empezaban a asomar unas pueriles canas, fumaba escondido tras un mostrador que era más libros que mostrador. Si aquel instante hubiese sido un color, sería claramente el ocre. Me detecta y me dedica una mirada agradable. Comencé a buscar en los estantes, en los exhibidores repletos de libros usados, algunos casi nuevos sin vestigios de haber sido leídos, otros enmohecidos por el uso brillaban en el sepia de sus páginas acartonadas. El tipo me ofrece un mate, aunque demasiado lavado, había algo en el sabor de aquel que enigmáticamente encajaba con el contexto. Ocre. Apoyo las yemas de mis dedos sobre la fila desordenada de libros, lo encuentro – se me entrecorta la respiración– lo tomo, abro una página al azar, lo huelo y lo apoyo cerrado sobre el mostrador mientras busco algún billete dentro del saco. El librero contempla mi nueva adquisición, me contempla a mí de reojo, pero yo no miro, solo lo dejo ser el voyeur de aquel instante. Le entrego el capital durante agradezco la atención y doy el primer paso en la vereda con el libro todavía en la mano.
Caminando hacia mi casa apretando mi nuevo objeto contra el pecho, supe que por alguna indescifrable razón sería un antes y un después, dejaría un filo, un vapor. Es que de eso se trata, supongo.
 Dejé de hacer planes, dejé de atender llamados y solo me limité a leer, mientras el mate, el cigarrillo y la luz de la lámpara hacían lo suyo.


Así empezó todo. Mi obsesión, mi calentura, mi insomnio por Remo Erdosain. Remo, de tan solo pensarlo la mente se sumerge en un estado excitante de suspensión rotunda donde cualquier contacto sensible con su imagen toma la forma liviana del orgasmo, el atrofio de los sentidos, la omisión de la percepción. Un placer supremo que no opone resistencia.
Nombrar al ser amado ya amerita una situación de riesgo, de vértigo en la completud de la palabra, en el divino fraseo de la letrada armonía  y la sonoridad de las sílabas.  Navokov diría: Lo- li- ta, la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo, hasta apoyarse en el tercero en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta… Pero Navokov sabe del amor, habla y hace el amor mientras uno lo lee. Nada tiene que ver con este relato, solo nos une esa vibración.
A los días de estar leyendo el libro aconteció cierta casualidad, o causalidad, como sea.  Una mañana llegando a Capital, me bajé del 60 en plaza Italia. En dirección a la escalera del subte, un muchacho me entrega gratuitamente un diario, no recuerdo si era “El Argentino” o alguno de esos ejemplares matutinos y escuetos. No suelo aceptar ese tipo de ofrecimientos, pero sin saber porque, quizás en la vorágine misma de la situación, recibí el grisáceo papelito. Ojeé muy por encima las consabidas noticias, pero un pequeño anuncio ubicado en una reducida columna llamó particularmente mi atención: Un hombre, un reciente asesino, se descubre en un bar luego de un par de horas del siniestro, muerto, sentado, invisible, pasando desapercibido entre los dos o tres granujas que adornaban el salón con su miseria aquella mañana. Hubo un testigo. La policía llegó al bar a los diez minutos del hallazgo. Pensé en Remo, no como el asesino sino como el testigo. (Ahí entendí que ya no era solo parte de mi lectura). Cerré el diario, me di cuenta que en la distracción misma me había pasado un par de estaciones. Llegué tarde (como siempre).
¿El libro?, excelente. Indudablemente un ícono, el  reflejo de una época, un acto de sensibilidad pura transformado a las letras. Es un banquete para devorar en pequeños bocados, con la precaución justa para no llenarse antes de liquidarlo o la medida exacta para que cada mordisco no se convierta en un yunque irremediable en el estómago.
Ahora bien, para esa altura Remo se había transformado en mi gran obsesión, en el hombre ausente que siempre quise tener en mi cama, en el muerto en vida que siempre quise amamantar. Si, era desagradablemente incestuoso. Era el semblante masculino que siempre quise entre mis piernas y el más desprotegido niño para ser arropado. Él, el miserable que hervía mi clítoris a borbotones.  ¡Oh, Remo querido!  Así me inicié en la inexasperante búsqueda de tu alma, la cual yo suponía que debería estar bollando en cada suburbio de Buenos Aires, en los bares más precarios, en las calles más desiertas, en los recintos más inhóspitos y olvidados. En cada esquina esperé tu presencia, en la vereda de tu romano nombre. Suspiré… Augusto Remo. Erdosain.


Cada lugar de la ciudad al que iba era una ocasión para concertar el encuentro. Viajaba en los colectivos imaginando que veía a mi objeto de deseo caminando por alguna vereda del centro, de esas bien angostas en la que no caben dos personas caminando a la par. Divagaba, me ausentaba y creía verlo caminando por Salta o Combate de los Pozos con un traje haraposo, desalineado y sucio,  fumando el cigarro más barato, ignorado e invisible entre la gente. Unas cuantas veces pasé más tiempo del que debía en Plaza Constitución, prendía mi cigarrillo y me quedaba inmóvil entre los vendedores ambulantes recorriendo con la mirada el panorama. Entonces una vueltita o dos a la plaza formaban parte obligatorio de mi tiempo y terminaba llegando tarde -como siempre- a ciertos lugares. Y aún así no alcanzaba. No alcanzaba.
Cierta noche, en el auge de un tortuoso insomnio, decidí ir explícitamente en su búsqueda. Sí, yo se que suena a delirio, que el Erdosain que yo deseaba era único y solo estaba escrito, pero me convencí de que cada época tuvo, tenía a su Remo Erdosain, de que almas parecidas a la suya vagaban errantes por Buenos Aires, como frustradas luces subordinadas se movían, deambulando a la deriva y yo me convertía en arqueóloga de esos fósiles urbanos. Me calcé el primer abrigo que encontré y salí. La calle estaba desierta, creo que habrá sido algún martes. Las luces generaban más sombras que luces y yo caminaba sola moviéndome cabizbaja en esa oscuridad. No quise llevar reloj, no quise saber nada sobre el tiempo, no había merma posible. Tomé Medrano, pasé Corrientes y llegué a Díaz Vélez.  Doblé y caminé unas cuadras hasta Pringles, ahí me topé con el IMPA, una fábrica recuperada por obreros que produce aluminio a gran escala. Con solo divisar su fachada me fagocitaba en cierto viaje en el tiempo, un lugar intacto y preservado que hipnotiza a cualquiera, melancólica y gris se irgue aquel recinto en su pálida estructura sobre el adoquín.  (Sí, tengo una afición por los lugares que me transportan en el tiempo, ya lo sé). Me paré en la esquina en diagonal a la fábrica y la contemplé unos momentos en el delicioso silencio nocturno de la ciudad. Habré estado minutos, quizás una hora y luego decidí seguir. Tomé Querandíes hasta Yatay y a la distancia reconocí el túnel por sobre el cual pasa el Sarmiento. No sé porque de pronto me encontré siguiendo a un hombre con sobretodo que iba en dirección al túnel. Nuestros monocordes pasos atinaban a sincronizarse fallidamente reventando las suelas de los zapatos sobre la vereda. En la entrada del viaducto mi perseguido se da vuelta y me toma del brazo: “No debiste salir esta noche”, amenaza mi ahora perseguidor. Comienza a insultarme e intenta arrancarme el abrigo. Entre la penumbra del túnel pude distinguir su cabeza de buey cabreando en la maciza oscuridad, unos labios gruesos de color bordó se movían gelatinosamente por su lacayo semblante de drogadicto.  Un vomitivo vaho a no sé qué mierda era escupido por su amarillenta dentadura que sangraba con ímpetu. Toda su destartalada figura se condensaba en un miasma corrosivo. La degradante situación era más tensa de lo que deseaba. Empecé a sudar y creí estar condenada por un segundo. Deseé no haber salido a buscar a Remo. Me llené de ira con el canalla y sentí gestándose dentro mío como una masa turbulenta, las injurias más crueles y humillantes que había formulado mi materia gris. Vi mi lozanía partir y hundirse en la podredumbre de alguna bocacalle, vi mi niñez desmedrándose en hojas de otoño. Me sentí un feto, indefenso y deforme, imposibilitado de volver al seno materno. Me toma del pelo y me obliga a estamparme contra la pared, en la cual yo sentía una ola de lípidos impregnándose por mi mejilla aún colorada del golpe y una bacteriológica humedad que olía a cemento y meo.
Segundos antes de ser ultrajada, en el instante justo, en el momento preciado, en todo eso que podría llamarse fortuna o el arbitrario azar,  aparece otro hombre que en aspecto era bastante parecido a lo que yo imaginaba de mi amor literario. El otro me suelta y sale disparado hacia Rivadavia, su estado era nefasto e incoherente como para quedarse a averiguar que ocasionaría la irrupción de un tercero. Probablemente era un principiante, sino dudo de haber corrido la misma suerte.
  ¿Estás bien?, pregunta misericordioso el nuevo intruso.
 – Si, gracias. Le respondo todavía un poco acongojada, quizás conmocionada por el suceso. Lo miré y me atrajo, pero cuando caí en la cuenta de que fue mi salvador, descarté la posibilidad de que sea Remo, mi Remo y lo dejé ir por donde vino. Me rogó que me deje acompañar hasta alguna parada de colectivo pero le agradecí avergonzada y me marché. Probablemente esa noche me perdí una gran oportunidad, pero la verdad es que mi ordinario apetito sexual estaba tan masacrado como mi sensatez.
Esa noche llegué y por primera vez aquel año me eché a llorar.
Por unos días intenté calmarme, intenté omitir mis pensamientos y alivianar mis fantasías. Fueron días de repetidas masturbaciones y solitarios gemidos. Fueron días de soledad y escritura. Días de ver la angustia flotando por el aire, atravesando murallas y encarnándose en las gargantas de los hombres. La angustia arraigada hasta los huesos como la sífilis. Pero no fueron días de olvido. Me torturaba en las horas de la acaecida alba qué era lo que me enredaba a este desvarío.

Hice el intento por última vez, pero esa noche no fui directo en su búsqueda. Salí porque necesitaba salir, distraerme o abstraerme. No obstante, poco pude mentirme con la idea de que esa noche no saldría a buscarlo, tan frágil fue la convicción que con solo mirar la calle el deseo volvía a aflorar y esa obsesión se convertía sintomáticamente en una enfermedad que se expandía hasta cada extremidad de mi barroco cuerpo. Fui hasta el centro, caminé por Corrientes, percibí que llovía y me metí en un cine. En diez arranca una película, me dice el boletero. Pido una entrada. Domingo a la noche, el cine desierto. Era una de Isabelle Hupert, asiática. En la sala había tres personas más, pero ninguno de ellos lindaba con el perfil de Remo, entonces me abstraje en la pantalla. Por una hora y media pude sumergirme en una nueva ficción que me suministraba un poco de patético solaz. Efectivamente a la salida, todo había vuelto a su estado natural. Me paré en la puerta del cine dudando si seguir buscando por las angostas y laberínticas calles del centro,  ir hasta tribunales o quizás tomar por Talcahuano hasta Constitución.  No hice más que contemplar la estrepitosa lluvia que bañaba los taxis mientras estos corrían chorreados y furiosos por la avenida. A lo lejos se escuchaban unas irritantes y desesperadas sirenas, como si Buenos Aires estuviera en un estado de evacuación. Caminé empapada, arribé a Callao y me subí al 12 emprendiendo la vuelta. No hacía mucho yo había cambiado de domicilio y me costaba acostumbrarme a mis nuevos puertos. Iba reflexionando sobre acabar con esta idea de una vez por todas, pero no conocía mis límites, todavía no podía resignarme, no podía soltar el fervor y la adrenalina de encontrar a ese hombre.


Cuando me di cuenta, el colectivo ya había pasado la parada, me levanté precipitadamente y toqué el timbre. El chofer abre la puerta en el semáforo todavía en rojo, en medio de la calle, abre la puerta, en medio de la calle y yo no vi… al bajar, una moto que venía a cierta velocidad me atropella y caigo débilmente en el asfalto. Ilesa, increíblemente ilesa, malditamente ilesa. Dos pubertos de unos veintipico de años fueron víctimas del peor miedo de sus vidas. Me preguntan si estoy bien, asiento con la cabeza y me zambullo en la indefensa vereda. Un sujeto me escruta preocupado y ofrece llamar a alguien, lo niego. Comienzo a caminar hacia el lado contrario al que tenía que ir y cuando comprendo mi desorientación comienzo a reír a carcajadas, sola, a carcajadas entre la gente. Instantáneamente estallé en llanto. Volví a tomar el camino a casa roja de lágrimas, quería un abrazo. Alguien pasó por mi lado y casi le pido que por favor me abrace, que necesitaba el contacto, que no importaba, que no quería más que un miserable abrazo. Pero nunca fui buena para pedir, tampoco para recibir.

Ese domingo llegué, fumé y dormí. A los días todo me resultaba anecdótico. No voy a afirmar que todo pasó a ser parte del pasado. Claro que no, a veces mientras viajo en colectivo imagino a mi mortífero Remo flotando por las calles odiando a cada ser humano que contempla, pero claro está, es parte de la fantasía… fundirme con él en la inexistencia, invitarlo a mi departamento y dormir juntos para que al otro día despertemos angustiados. Que se vaya y que vuelva cuando quiera, a cualquier hora. Que se adueñe de mí, de mi casa, de mi cuerpo, que me coja o que no me coja. Que estemos juntos y ausentes y vacíos e insatisfechos. Miserables, preguntándonos qué es lo que habrá que hacer para no sufrir más. Verlo sentado en el abismo de la cama con los codos clavados en las rodillas y el rostro entre sus manos. Todo eso, querido Remo. Todo eso, mí deseado Erdosain.

Conforme pasaron los primeros meses, me torturaba la idea de que todo acabe ahí. Esta seguridad de no tenerlo… al principio me enloqueció, ahora me he resignado.





Todavía no leí “Los Lanzallamas”.