domingo, 24 de agosto de 2014

Final (No hubo otro título posible, o siempre fui pésima para poner títulos)

Hay palabras que perturban, sacuden, marcan, marean, golpean y derriban. En mi caso, creo tener alguna certeza de que esa palabra es FINAL. De por si hay una sonoridad generada por las consonantes que admite una territorialidad, una imposición. Final. La F se inmiscuye en mi boca y se impone con generando la leve opresión de los incisivos contra mis labios inferiores, parece liberarse al llegar a la I, pero en la N mi lengua golpea dolorosamente sobre mi paladar para luego dar respiro a una airosa A que morirá con el impacto súbito de la L al relajarse mi lengua  y caer depresivamente sobre mi mandíbula. Ya ese movimiento me resulta aterrador, ese ínfimo acto de pronunciación, esa infinita tensión entre las consonantes mientras las vocales intentan producir un alivio inútil, jamás logrado.

Algunos creen en el final como el móvil hacia el nuevo comienzo, creen necesaria la despedida (Yo no, yo siempre prefiero darme cuenta del final cuando entendí el comienzo).  Yo veo el final como lo que es, el término de una sucesión de hechos, personas, palabras o sentimientos que quedarán perdidos en el éter, sometidos a convertirse en historia, obligados indignamente a formar parte de una torturada memoria. Un hecho, una persona, una palabra o un sentimiento que se reduce, se achica, pierde sustancia y  se convierte en imágenes virtuales e intermitentes proyectadas en la mente. Estoy segura que el temor no cambiará, la palabra final será mi mayor miedo hasta mi último día y si cierro los ojos mientras esa palabra ronda por mi mente todo se trasluce en una oscuridad nunca deseada, no la oscuridad cotidiana, no los miedos y los transitorios odios, sino una oscuridad en la que no deseo establecerme, en la que no quiero averiguar los riesgos ni dimensionar el peligro que implicaría habitarla.
Respiro y percibo que emito un quejido, rotundo y consistente, pero yo no escucho más que silencio en él. Mi quejido se revela en el mezquino sonido del silencio, de un silencio ignorado por mí. Si es silencio, nadie lo escucha. Y mi quejido… proviene del silencio, del vacío, de la pérdida.
Es que hoy se está vislumbrando un final y en este corto instante, mi vida y mis lágrimas se reducen a este final.  Uno que con el correr de los años quise evitar, desviar o prolongar su llegada. El final de algo que fallidamente intenté que no pase a ser historia, sino un presente constante y absoluto. Intenté preservarlo, revivirlo, reinventar ese lugar al que me llevabas en el que yo simplemente era, existía y vibraba, me retorcía del dolor y del placer, me cegaba y me abombaba, me aliviaba y me sentía, me sentía ser. Y en la magnitud de esos hechos, en la magnitud que significó arrastrarme por tu piel, ser náufraga de tu cuerpo interminable, ser tus labios por unos momentos... En la magnitud de esos hechos necesité ese presente, y quise hacerlo mío, definitivo e indiscutible presente. Incluso llegué al punto de necesitar que sea perenne, entonces abrir los ojos solo para verte y cerrarlos solo para soñarte, oír cautivada tu silencio y la lectura de tu trazo caótico e imbricado hasta las lágrimas. Que el final llegue solo con la muerte, la mía o la tuya, pero en tus brazos.

Pero el final siempre es inminente, corazón. El futuro significa siempre el camino hacia un final irreparable. El final es ese feto que se gesta en cada comienzo, en cada mirada. El tiempo, el tirano e inalcanzable, el más individualista de todos los males,  nos penetra fecundando un embrión que vivirá dentro de nosotros hasta el día del desprendimiento. Entonces, entre quejidos, miradas, quizás algunas lágrimas o algún alivio, nos suelta la mano, ahí nos suelta, nos abandona, ahí nace el final. Ese desprendimiento me conduce hacia una confusión, mezcla de negación e incredulidad y un ápice de incertidumbre, me hace responsable de un futuro en blanco y responsable de una decisión que baraja ciertas consecuencias que con solo pensarlas me sumerjo débil en la tristeza, la más insoportable. La tristeza que sabe del final.
Quisiera decirte que más allá de que esté de más, te agradezco por haber llegado al lado más profundo de mi sensibilidad. Sé que no es necesario nombrarlo, o nombrarlo le quitaría cierto valor tácito, el valor que se esconde entre estas líneas, el valor que oculta estas palabras, pero mi tendencia siempre fue la de adornar, la de sobrecargar… ¿para qué?... Nunca me detuve a pensarlo, pero si intento hacer un boceto, esgrimir un argumento cercano a la conclusión, me atrevo a decir que es para no develar mi crudeza, que siempre la siento tan roja, tan inmadura. Si no es mi crudeza la razón, probablemente sea mi tendencia a declararme inerme, indefensa. Porque yo entiendo que “mis adornos” funcionan como parapetos, como islas… aunque siempre fallé en creerlos puentes hacia algo, hacia mi sensibilidad o hacia mis lágrimas más internas. Pensándolo mejor, quizás esto de querer embellecer lo que hay, sea mi manera de retener, mi trampa para no cristalizar que en el fondo no hay más que vacío, un espacio resonante que no convoca.
Esto es solo un boceto de lo que me abarcar y me desborda. Mis palabras nunca llegan a alcanzar lo que corre maratónicamente dentro mío. Mis palabras nunca alcanzan. Yo tampoco alcanzo lo que me abarca y me desborda.

Hoy, el adorno, el embellecimiento, la metáfora y la analogía, fallaron, y se manifiesta frente al espejo, frente a mis ojos, dentro de mis ojos, que solo soy un vacío que se evanesce, que va desapareciendo, con el tiempo, con un cigarrillo, con un beso, con estas palabras. 

Hoy, como siempre, me voy desarmada luego de la batalla. Hoy estoy pariendo un final, y ningún otro, solo este final.