viernes, 22 de mayo de 2015

Supongamos entonces como que yo me fui. Hagamos como que me fui, cambié, no soy ya quien era.
No soy tu invención, no soy el silencio de tus gritos, no soy el espacio de tu cuerpo, no soy el vacío para que puedas llenarlo.
Demos por seguro que te fuiste, que ya todo aquello que construimos con sexo, lo matamos con sexo.
Si todo eso es cierto, si yo no soy la misma y vos no vas a volver... porque entonces, te veo acá al lado mío, debajo mío? ¿Porqué, si te fuiste y no vas a volver, te veo temblando un sísmico orgasmo? Si yo no soy, ¿porque en este momento escribo? ¿Porqué escribo? ¿Se trata esto de querer embalsamar el pasado?

Ya casi es seguro que no, que no estamos, que por más lluvia y viernes y otoño que insista, que haya, no hay nosotros, no hay un vos, un yo, no hay de a dos en este tiempo. Si todo eso está dicho, está aclarado, está blanqueado y linguísticamente magullado, ¿Porque...? Oh! mi bestia elegida! Mi miserable lengua predilecta! mi poderoso semen de infinitos brazos! Oh! Poseedor de las yemas constitutivas de mi piel húmeda y enrojecida!, ¿Porque estas acá sondeando este excitado poema, devenir de mi retorcido cuerpo enardecido? ¿Porque he de estar yo aquí, retorciéndome, si en realidad no estoy, si de verdad me fui, si te fuiste para no volver a serme?

¿Acaso entonces debería yo haberte amado fervorosamente hasta la náusea?
¿Acaso este retorcerse de mis vértebras no denotan la arcada súbita del placer pronunciado? ¿O será que la ausencia logra el desvarío y que realmente no estás acá, debajo mío? ¿Será que no sos vos en quien se está apoyando mi cuerpo en estos instantes, y que esa superficie caliente que eyacula mientras me sacude el propio orgasmo, ese miembro en erupción no sos vos, sino mi propio ser?

Será que el deseo, mezcla de deseo y desesperación, hicieron de vos este escrito para que yo repare no solamente en que no estás, sino en que realmente te fuiste y yo solo quiero embalsamarte, embalsamar el momento preciso de la agraciada excitación mediante las letras. Mediante vos, escrito mediocre y melancólico, que en este momento te insultás y me permitís insultarte impunemente. Escrito vetusto que una vez mas me retorna y me hace creer que vos! Divina criatura en celo! Creador del nuevo alfabeto con el que comuniqué mis entreverados ensueños... me hace creer, todo esto me hace creer, que finalmente... el timbre suena pero la puerta se abre sola y en el umbral...

sábado, 31 de enero de 2015

Deseos Marginales.

Yo pensaba que dormir era el mejor camino. La alternativa más propicia para desear en silencio sin tener que cuidarme de un otro. La impunidad de lo onírico. La impunidad sin injusticia. Ese lugar donde el parámetro no existe, donde no contiene un punto de vista o una ley. Ahí es donde yo recurría siempre y fantaseaba. Despertaba ruborizada, sudada y excitada. Entendía que mi lógica venía a reventar la fantasía, pero no podía negarme, no podía dejar de acceder, no podía dejar de ir a la búsqueda de. Yo deseaba, quería, imploraba, invocaba. Y ahí todo era real, en mi cabeza todo era materia y movimiento. Pensaba en que quizás dormir era el mejor camino. Entonces seguí durmiendo y soñando y fantaseando. Pensaba que quizás dormir en forma permanente era el mejor camino, para soñarte y fantasearte y que todo sea claro y real, mientras mi cuerpo sin consecuencias revive en imágenes cada instante de este deseo marginal. Tu cuerpo.

La vigilia se hace insoportable, no quiero puntos medios. Quiero dormir y tenerte o despertar y soltarte. Carecer de tu boca. Resistirme a tu lengua. O tenerlo todo.

Ya todo está consumado, toda la fantasía se desprendió de mi mente como un aire espeso, pesado y contundente, va tomando forma en el espacio. Puedo verla, puedo ver tal fantasía encarnizada, puedo verme habitando la fantasía que hacía minutos atrás dibujaba parsimoniosamente en la pasividad de mi mente. Ahora estoy activa, me muevo y respiro mi mente, mi fantasía. La copia fiel. El desatino. El reparo. El respiro. Endeudarme con mi moral y sucumbir bajo cualquier circunstancia a la terrible empresa de dejarte ser parte de mi cuerpo por unos instantes.Liberar tu saliva sin pensar en que negarte sea mi salvación.

No. No, ya no quiero negarte. Ya no. Ya no puedo con este deseo. No quiero salvarme. Quiero sentir mi condena, la más placentera de todas.

Cierro los ojos y todo está pasando, yo descreo, me mantengo escéptica, lo contengo dentro mío incrédula. Presiono mis labios, mi cara se frunce. Presiono mis labios y siento un dejo de sangre en mis encías, el gusto del hierro, la vendimia de la carne, el fruto de las venas. La siento toda ahí, es mi alimento, me nutro para seguir devorándola. Devorando toda esa feroz ternura que se retuerce dentro mío y fuera, entre mis piernas, entre mi cintura, mis hombros.
Lo siento insoportable, despiadadamente intolerante. Juntarse con otro es agotador.
Juntarse con un otro es insoportable. Amar es insoportable. El sólo hecho de creernos capaz de unirnos a un otro que resulta ser tan imposible, inabarcable como uno mismo es inaudito.
No lo tolero. Quiero separarme. Irme.
No tolero el placer, pero el placer mismo me obliga a quedarme y permanecer en ese acto de gula insoslayable. El placer, el regodeo en esa vibración, me convoca y me aprisiona. Y mi destino es ser devorada, una o dos, o las veces que dictamine el antojo voraz de la bestia que en este momento está moldeando todos los límites de mi cuerpo. No opongo resistencia, no la hay, no existe en el lenguaje cuando de bestia se trata, cuando de apetito hablamos.
Y la fantasía se configura de esta manera,  con estas sílabas y este aliento. Este gemido que retumba en mi mente mientras se transfigura mi gesto. Este placer indeleble que se lee entre sexo, la crueldad del deseo o el llanto inconmovible del orgasmo.

Es inminente. Es insoportable. Juntarse con otro es insoportable. Y el encuentro con la bestia, mis pechos devorados por sus fauces ensalivadas, el intercambio de fluidos, su humedad aflorando en mi vagina, ha sido quizás lo menos insoportable jamás vivido. Lo menos insoportable de la realidad.


martes, 18 de noviembre de 2014

La voz que me lee por dentro.

Era de las primeras escarchas. El otoño había muerto siendo invierno, las hojas se habían secado demasiado rápido. Cayeron raudas desde las copas de los árboles y ahora no eran más que cenizas bajo el blanco del invierno.
El frío se va inmiscuyendo vaporosamente atravesando la dulce corteza hasta desprenderla del tronco, pequeños trozos de ella van cayendo secamente hacia la hierba. El árbol derrama hojas y hojas, la copa del árbol derrama su interior por el campo. Resulta ser un campo de copas derramadas, de árboles derramados, ebrios de invierno fogoneando durante la noche.

Son cuatro. Un matrimonio con dos hijos varones que sobreviven en la soledad rural mediante el autosustento de su propio campo. Entre Ríos. Se llega tomando la ruta 14 hacia Villaguay y en el kilómetro 181 a la altura de la Colonia Juan Jorge se toma un camino de ripio que lleva hacia La Clarita y más allá hasta Arroyo Barú. A medida que uno va avanzando, más se interna en aquellos parajes silvestres. La morada se encuentra a 7 km de La Clarita y unos casi 20 de la ruta 14. Hay que prestar una especial atención para encontrar la entrada a aquella morada. Una tranquera escueta se camufla entre la hierba a la altura de una curva pronunciada que compone el ripio. Atravesando la tranquera se toma un boceto de camino que comienza en línea recta y se curva hacia la derecha para llegar a una arbolada donde se encontrará la humilde morada. Algún invernadero a lo lejos, un tractor que se oxida, una parra que muere por la helada. 

Ella hace días, quizás meses, se fue de su casa con un cuchillo en la mano (un cuchillo que nunca apareció en la casa). Nunca volvió. Había anunciado que aquella mañana iba a carnear un cordero para la cena y nunca volvió.

Aquella mañana él se calzó las botas de todos los días, el pantalón de todos los días y corrió a la cocina de todos los días a tomar su mate de todos los días. Enciende la radio a pilas, difícilmente sintoniza la estación local. La radio cruje, sus agujas son espadas que rechinan dentro de esa caja sonora. Sintoniza, transmiten los onomásticos. Transmiten los obituarios. El se estremece al escuchar la noticia de la muerte de algún que otro conocido, algún vecino lejano, o el patriarca familiar de alguna casa en La Clarita. Aún no amanece. Sale de la casa y camina tres kilómetros por el sendero llano hasta el camino de ripio. Sale de la casa por quinta vez en esa semana creyendo encontrarla.
Las primeras semanas había dejado el asunto en manos de la policía. El comisario se comprometió a traerla de regreso en menos de una semana, pero la promesa se marchitó tras el tiempo.
Se rumoreaba por La Clarita que ella simplemente se había cansado de él y su carácter árido, de la familia y del trabajo. Que se había subido al camión de algún fulano en la estación Juan Jorge dándose a la fuga para nunca volver.

Él llega hasta el camino y se orienta eligiendo el punto cardinal adecuado. Sabría que volvería tarde, quizás nunca. Decidió ir más allá, buscar más kilómetros adentro. Se dirigió hacia el lado de La Clarita, el otro lado ya lo había investigado. Hubo una jornada en la que no volvió hasta las tres de la tarde; sus hijos lo esperaban en el galpón con las cañas para dirigirse al arroyo y él rechazó la oferta, es que había ido hasta la estación de tren abandonada, a unos kilómetros de allí, recordando las veces que la acompañaba a tomar el coche motor para ir a visitar a su madre en Concepción del Uruguay.
Ya se veían los primeros caballos. Aquel silencio mortal era interrumpido de vez en cuando por algún tractor tembloroso que rodaba a la distancia. El sol ya bañaba aquellos parajes mojando los campos de cegadora luz, radiante.
A lo lejos divisa La Clarita y avanza decidido para introducirse en el pueblo. Desde la distancia se lo veía a don Francisco con un jean desgastado, unas botas machacadas, su camisa a cuadros de todos los días y una boina con visera marrón. La neblina espesa iba recortando su cuerpo. Esa masa desteñida que era él evaporaba esa marea de gas gestado por esa mezcla de aire frío de campo y el rocío fresco de la acabada madrugada. Entra por la calle principal y dobla por Dr. Bastian esperando toparse con la pulpería de siempre. Desde temprano ya se veía a los primeros concurrentes pedirse alguna uva macerada, o cierta bebida blanca. Las ventanas de la puerta de entrada se veían opacas, las paredes salpicadas por el barro de los sulkis se mostraba esquelética de ladrillos. Ahí mismito se encontraba don José, dándole bomba a la caña, sentado solo como esperando a que alguien lo actualice. Francisco entra, mira el frío hecho carne en los cuerpos de sus iguales. Agarra una banqueta y se sienta al lado de José que se encuentra cabizbajo con el vaso casi vacío apoyado sobre la barba.

- Don Favre, naide dijo que vendría al alba. Cuente de la jornada que la caña está como criadilla recién cortada.

Manera zonza de buscar palabras echando disimulo y esquivada sobre una cantidá de cosas ciertas contra una cantidá de cosas vana, manera zonza de querer fingirme sonrisa de colmillo a cada rato creyendo que me dentran por el ojo sin darse cuenta que ya estoy chicato, que ya ni miro de ande viene el viento, ni si es de noche ni si está aclarando. Manera zonza de pasar chiflando pa´ conformar un ruido y escucharlo ansina  se acorta la espera y de paso se espanta los carancho manera de arrimar una esperanza pa´ quien se habrá de dir de una boqueada contando el parejero de una nube y arriando la tropilla de la nada. 


- Que no venga a dar vueltas sobre piso aquel que de chicato olvidó el oficio, que gaucho que frena la caída de golpe se lleva el un simarrón encabritado a galope. No me hable de corazones en loza, no me vuelva decir naida de naida, deje no más de andar tragando rabia, que no me va a aliviar haciendo remolino como cachorro en vaca agusanada. No tenga miedo, amigo, todo pasa. No me venga de borracho por mujeres cuando acá queremo dialogar sin que desespere... que los pampas harán sonar el pico de la misma granilla que me espera.

- Tengo mucho recuerdo pa acordarme y mucho otro que ya son olvido.

- No vale ni la pena echar la cuenta...

- Tengo mucho recuerdo que respira y mucho otro que será mi vuelta.

- De algo debe sincerarse mi amigo, que el miedo no le venga a la sangre porque de nostalgia la pampa se mueve y lo barre. Ni miedo debe tener la nostalgia. No nunca las he tenido, ese miedo es más helado que el destino. No me tiemble muchacho, que el que tiembla suele hacer de la vida una mortaja. Se nace macho, se vive y se termina macho y medio si es preciso.

Con éstas últimas frases, Francisco termina su vino y atraviesa la entrada, pensando en la tristeza de José que se le escurrió por la espalda y le punzaba agudamente la médula. Volvió al camino principal y siguió derecho para el lado del yermo.
Desde el camino vio todos los estados climáticos posibles. Al mediodía, una tormenta arrasó con el techo de una capilla. Creyó que existía un demonio en cada piedra con la que tropezaba, pero decidió no volver sobre sus pasos. En el fondo, él entiende que es hora de volver a la casa, piensa en sus hijos, piensa en su mujer perdida. Decidió no ir a ordeñar la vaca, no poner la leche sobre la mesa, no volver a cuidar de los frutos de ese amor que tanto añora y que ahora le destrozaba el pecho como mil hachas desollando leña coartada. Como si cada minuto fuera el impacto del filo sobre el tronco que se iba degradando haciendo saltar sus partes en pedazos.
La tarde fue eterna. No entendió porque no lo aquejó el hambre, ni el cansancio.
Así cayó la noche sobre sus hombros. La noche... La noche le pesaba, se dió cuenta que nunca había atravesado esos terrenos casi desérticos, campos desolados, casi vírgenes. No quería descansar, pero finalmente su ritmo cardíaco le obligó a sentarse bajo una salamanca que se erguía sola entre el llano. Removía las hojas con sus botas, llenas de barro y de kilómetros.
A lo lejos, la noche tomaba cuerpo. Una tapera hacía sombra en el horizonte. A unos cuantos metros de la tapera detectó un árbol, un ombú curiosamente intacto y solitario respirando la vacuidad del extenso yermo. Caminó hacia la casa en ruinas, agrietada y denigrada por el abandono. Se acercó sabiendo que nada encontraría allí, que solo se toparía con más silencio, con más ausencia. Carecía de puertas, de ventanas, hasta de techo. No había nada para buscar, no había nada para encontrar.
Respiró hondo y sintió que en su suspiro algo de él se alejaba para siempre. Creyó oír algo similar a un sonido. Se levantó vehemente y alzó la guardia. Las manos en los bolsillos le recordaron que desde temprano llevaba con el su facón. Y miró hacia el oeste. Contempló el árbol, y nuevamente, sabiendo que nada iba a encontrar, se acercó a él. Preso del asombro baja la vista hacia el piso al sentir crepitar algunas hojas en sus botas y notó que un par de ellas se les habían pegado al barro de las suelas. Se sentó en una de las protuberantes raíces del ombú. Entendió que dentro suyo habitaba una fría maraña de vísceras, palpó su endurecido estómago... y en ese ínfimo momento que pareció inmutarse como una fotografía, detecta que en la tierra, tirado, se encontraba el cuchillo que ella se había llevado, aguardando a ser encontrado. Contundente y brillante como tirado al azar mostraba el fino filo del acero. Un insistente rayo del ocaso se reflejaba en él, como si el sol diera su último golpe antes de huir de la noche.

-"Llegaste. Pensé que no vendrías"- dijo ella.
Creyó estar delirando. Si podría haber elegido un sonido para describir su alma en aquel momento, hubiese
sido todo el peso completo de un caballo galopando como una fiera desalmada a la deriva.
-"¿Estás acá? ¿Dónde?"- desesperó él.
-"Acá. Necesito que me hagas un favor... quemá este árbol".
"No entiendo, ¿donde estás?, no puedo verte. Yo...te extrañamos, todos"- dijo mientras las lágrimas se multiplicaban en sus ojos, casi al borde de la ceguera.
-"Quemá el árbol" - insistió ella.
-"¿Porque me pedís esto?"- gimió él mientras las hojas lo sondeaban. 
- "Ya no estoy. Me fui. No quiero esta vida, la perdí, NUNCA ME DETUVE A ESCUCHAR LA VOZ QUE ME LEE POR DENTRO".
No había más explicaciones para dar. El entendió que hoy no era un día para vencer a la muerte.

El árbol comenzó a deshojarse y empezó a cubrir al hombre por completo. Sus lágrimas iniciaron el fuego que imparable brilló aquel atardecer. El insistió y con pujanza se adentró en el incendio.
El hombre se desintegra librando sus átomos al azar. La mujer aguarda a la distancia.
Los últimos rayos de sol se filtran entre el monte y lo trasluce todo.

"La policía y los vecinos del pueblo buscaron al hombre por días. La historia se volvió aún más enigmática al ingresar a la casa y corroborar que los dos hijos también habían desaparecido, sin dejar huella, rastro o vestigio que sirva para iniciar una posible búsqueda. Se realizaron funerales simbólicos en nombre de la familia. Los rumores corrieron declarando al hombre culpable de haber acabado con su estirpe dándose a la fuga. El tiempo pasó y la gente de los alrededores se fue olvidando de esta familia. 
Sin embargo, surgieron leyendas a raíz de estos dudosos acontecimientos. Algunos aseguran que si se toma el camino atravesando las afueras del pueblo y más allá, puede verse un árbol en llamas por la noche. Los supersticiosos hablan de estas dos personas perdidas y sus hijos, aseguran que si cualquier caminante va hacia aquel árbol para echarse a llorar, podría inundarse en llamas y así carbonizarse junto al árbol, él cual al día siguiente despierta intacto. Los escépticos hablan de bandidos rurales."


domingo, 24 de agosto de 2014

Final (No hubo otro título posible, o siempre fui pésima para poner títulos)

Hay palabras que perturban, sacuden, marcan, marean, golpean y derriban. En mi caso, creo tener alguna certeza de que esa palabra es FINAL. De por si hay una sonoridad generada por las consonantes que admite una territorialidad, una imposición. Final. La F se inmiscuye en mi boca y se impone con generando la leve opresión de los incisivos contra mis labios inferiores, parece liberarse al llegar a la I, pero en la N mi lengua golpea dolorosamente sobre mi paladar para luego dar respiro a una airosa A que morirá con el impacto súbito de la L al relajarse mi lengua  y caer depresivamente sobre mi mandíbula. Ya ese movimiento me resulta aterrador, ese ínfimo acto de pronunciación, esa infinita tensión entre las consonantes mientras las vocales intentan producir un alivio inútil, jamás logrado.

Algunos creen en el final como el móvil hacia el nuevo comienzo, creen necesaria la despedida (Yo no, yo siempre prefiero darme cuenta del final cuando entendí el comienzo).  Yo veo el final como lo que es, el término de una sucesión de hechos, personas, palabras o sentimientos que quedarán perdidos en el éter, sometidos a convertirse en historia, obligados indignamente a formar parte de una torturada memoria. Un hecho, una persona, una palabra o un sentimiento que se reduce, se achica, pierde sustancia y  se convierte en imágenes virtuales e intermitentes proyectadas en la mente. Estoy segura que el temor no cambiará, la palabra final será mi mayor miedo hasta mi último día y si cierro los ojos mientras esa palabra ronda por mi mente todo se trasluce en una oscuridad nunca deseada, no la oscuridad cotidiana, no los miedos y los transitorios odios, sino una oscuridad en la que no deseo establecerme, en la que no quiero averiguar los riesgos ni dimensionar el peligro que implicaría habitarla.
Respiro y percibo que emito un quejido, rotundo y consistente, pero yo no escucho más que silencio en él. Mi quejido se revela en el mezquino sonido del silencio, de un silencio ignorado por mí. Si es silencio, nadie lo escucha. Y mi quejido… proviene del silencio, del vacío, de la pérdida.
Es que hoy se está vislumbrando un final y en este corto instante, mi vida y mis lágrimas se reducen a este final.  Uno que con el correr de los años quise evitar, desviar o prolongar su llegada. El final de algo que fallidamente intenté que no pase a ser historia, sino un presente constante y absoluto. Intenté preservarlo, revivirlo, reinventar ese lugar al que me llevabas en el que yo simplemente era, existía y vibraba, me retorcía del dolor y del placer, me cegaba y me abombaba, me aliviaba y me sentía, me sentía ser. Y en la magnitud de esos hechos, en la magnitud que significó arrastrarme por tu piel, ser náufraga de tu cuerpo interminable, ser tus labios por unos momentos... En la magnitud de esos hechos necesité ese presente, y quise hacerlo mío, definitivo e indiscutible presente. Incluso llegué al punto de necesitar que sea perenne, entonces abrir los ojos solo para verte y cerrarlos solo para soñarte, oír cautivada tu silencio y la lectura de tu trazo caótico e imbricado hasta las lágrimas. Que el final llegue solo con la muerte, la mía o la tuya, pero en tus brazos.

Pero el final siempre es inminente, corazón. El futuro significa siempre el camino hacia un final irreparable. El final es ese feto que se gesta en cada comienzo, en cada mirada. El tiempo, el tirano e inalcanzable, el más individualista de todos los males,  nos penetra fecundando un embrión que vivirá dentro de nosotros hasta el día del desprendimiento. Entonces, entre quejidos, miradas, quizás algunas lágrimas o algún alivio, nos suelta la mano, ahí nos suelta, nos abandona, ahí nace el final. Ese desprendimiento me conduce hacia una confusión, mezcla de negación e incredulidad y un ápice de incertidumbre, me hace responsable de un futuro en blanco y responsable de una decisión que baraja ciertas consecuencias que con solo pensarlas me sumerjo débil en la tristeza, la más insoportable. La tristeza que sabe del final.
Quisiera decirte que más allá de que esté de más, te agradezco por haber llegado al lado más profundo de mi sensibilidad. Sé que no es necesario nombrarlo, o nombrarlo le quitaría cierto valor tácito, el valor que se esconde entre estas líneas, el valor que oculta estas palabras, pero mi tendencia siempre fue la de adornar, la de sobrecargar… ¿para qué?... Nunca me detuve a pensarlo, pero si intento hacer un boceto, esgrimir un argumento cercano a la conclusión, me atrevo a decir que es para no develar mi crudeza, que siempre la siento tan roja, tan inmadura. Si no es mi crudeza la razón, probablemente sea mi tendencia a declararme inerme, indefensa. Porque yo entiendo que “mis adornos” funcionan como parapetos, como islas… aunque siempre fallé en creerlos puentes hacia algo, hacia mi sensibilidad o hacia mis lágrimas más internas. Pensándolo mejor, quizás esto de querer embellecer lo que hay, sea mi manera de retener, mi trampa para no cristalizar que en el fondo no hay más que vacío, un espacio resonante que no convoca.
Esto es solo un boceto de lo que me abarcar y me desborda. Mis palabras nunca llegan a alcanzar lo que corre maratónicamente dentro mío. Mis palabras nunca alcanzan. Yo tampoco alcanzo lo que me abarca y me desborda.

Hoy, el adorno, el embellecimiento, la metáfora y la analogía, fallaron, y se manifiesta frente al espejo, frente a mis ojos, dentro de mis ojos, que solo soy un vacío que se evanesce, que va desapareciendo, con el tiempo, con un cigarrillo, con un beso, con estas palabras. 

Hoy, como siempre, me voy desarmada luego de la batalla. Hoy estoy pariendo un final, y ningún otro, solo este final.

sábado, 24 de mayo de 2014

Erdosain

Alguien, un hombre precisamente, me había recomendado hacía un tiempo que lea “Los siete locos”. Si, la novela más emblemática de Roberto Arlt.  Esta suerte de amante -en el que no voy a entrar en detalles respecto al tamaño de su verga o de sus golosas manías sexuales- me dijo que el libro me encantaría,  sobre todo por la autenticidad de los personajes. Sí, siempre busco esos vínculos con mis amantes donde el tema central sea la literatura o la experiencia sensorial y sexual.

En fin, el día… mejor dicho, la noche que este hombre sentenció mi afición hacia ese tipo de lecturas, fue la última vivencia compartida. No por nada en particular, simplemente fue, digamos, un desprendimiento. Fue una gran noche. Él, impecable como siempre, predispuesto e infalible mordió una a una mis costillas. Pero así se fue, y así he de recordarlo. Aprovecho este escrito para agradecerle.

Conforme pasó el tiempo, yo me dudaba, me calmaba, murmuraba entre mi porque aquel sujeto me habría recomendado aquella lectura. En líneas generales no hay mucha ciencia en recomendar libros, uno más o menos entiende de qué va la cabeza del otro e instantáneamente une cabos pensando que, quizás, tal o cual autor podría llegar a gustarle.
Meses después decidí hacerle caso  a mi obsoleto amante. Era viernes (los viernes siempre son dignos de ser escritos… no, no siempre), ese día me desperté por la tarde. Tenía planes u obligaciones, no me acuerdo, pero decidí postergarlas y me fui directo a buscar el libro. Fui hasta una librería sobre Gascón que estúpidamente parecía trasladarme a algún suburbio parisino, algo en común con los lugares a los que asistía Oliveira para llevar a cabo sus encuentros con La Maga. La librería, no el barrio. El barrio no tiene nada que ver, pero la librería contrasta contundentemente y aún siendo una vidriera tímida frente a una fálica parada de colectivo, aún sin querer, se destaca.
Entré en el salón, un tipo de unos cincuenta con cierta desviación en sus pupilas con una cabeza pseudo pelada donde se le empezaban a asomar unas pueriles canas, fumaba escondido tras un mostrador que era más libros que mostrador. Si aquel instante hubiese sido un color, sería claramente el ocre. Me detecta y me dedica una mirada agradable. Comencé a buscar en los estantes, en los exhibidores repletos de libros usados, algunos casi nuevos sin vestigios de haber sido leídos, otros enmohecidos por el uso brillaban en el sepia de sus páginas acartonadas. El tipo me ofrece un mate, aunque demasiado lavado, había algo en el sabor de aquel que enigmáticamente encajaba con el contexto. Ocre. Apoyo las yemas de mis dedos sobre la fila desordenada de libros, lo encuentro – se me entrecorta la respiración– lo tomo, abro una página al azar, lo huelo y lo apoyo cerrado sobre el mostrador mientras busco algún billete dentro del saco. El librero contempla mi nueva adquisición, me contempla a mí de reojo, pero yo no miro, solo lo dejo ser el voyeur de aquel instante. Le entrego el capital durante agradezco la atención y doy el primer paso en la vereda con el libro todavía en la mano.
Caminando hacia mi casa apretando mi nuevo objeto contra el pecho, supe que por alguna indescifrable razón sería un antes y un después, dejaría un filo, un vapor. Es que de eso se trata, supongo.
 Dejé de hacer planes, dejé de atender llamados y solo me limité a leer, mientras el mate, el cigarrillo y la luz de la lámpara hacían lo suyo.


Así empezó todo. Mi obsesión, mi calentura, mi insomnio por Remo Erdosain. Remo, de tan solo pensarlo la mente se sumerge en un estado excitante de suspensión rotunda donde cualquier contacto sensible con su imagen toma la forma liviana del orgasmo, el atrofio de los sentidos, la omisión de la percepción. Un placer supremo que no opone resistencia.
Nombrar al ser amado ya amerita una situación de riesgo, de vértigo en la completud de la palabra, en el divino fraseo de la letrada armonía  y la sonoridad de las sílabas.  Navokov diría: Lo- li- ta, la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo, hasta apoyarse en el tercero en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta… Pero Navokov sabe del amor, habla y hace el amor mientras uno lo lee. Nada tiene que ver con este relato, solo nos une esa vibración.
A los días de estar leyendo el libro aconteció cierta casualidad, o causalidad, como sea.  Una mañana llegando a Capital, me bajé del 60 en plaza Italia. En dirección a la escalera del subte, un muchacho me entrega gratuitamente un diario, no recuerdo si era “El Argentino” o alguno de esos ejemplares matutinos y escuetos. No suelo aceptar ese tipo de ofrecimientos, pero sin saber porque, quizás en la vorágine misma de la situación, recibí el grisáceo papelito. Ojeé muy por encima las consabidas noticias, pero un pequeño anuncio ubicado en una reducida columna llamó particularmente mi atención: Un hombre, un reciente asesino, se descubre en un bar luego de un par de horas del siniestro, muerto, sentado, invisible, pasando desapercibido entre los dos o tres granujas que adornaban el salón con su miseria aquella mañana. Hubo un testigo. La policía llegó al bar a los diez minutos del hallazgo. Pensé en Remo, no como el asesino sino como el testigo. (Ahí entendí que ya no era solo parte de mi lectura). Cerré el diario, me di cuenta que en la distracción misma me había pasado un par de estaciones. Llegué tarde (como siempre).
¿El libro?, excelente. Indudablemente un ícono, el  reflejo de una época, un acto de sensibilidad pura transformado a las letras. Es un banquete para devorar en pequeños bocados, con la precaución justa para no llenarse antes de liquidarlo o la medida exacta para que cada mordisco no se convierta en un yunque irremediable en el estómago.
Ahora bien, para esa altura Remo se había transformado en mi gran obsesión, en el hombre ausente que siempre quise tener en mi cama, en el muerto en vida que siempre quise amamantar. Si, era desagradablemente incestuoso. Era el semblante masculino que siempre quise entre mis piernas y el más desprotegido niño para ser arropado. Él, el miserable que hervía mi clítoris a borbotones.  ¡Oh, Remo querido!  Así me inicié en la inexasperante búsqueda de tu alma, la cual yo suponía que debería estar bollando en cada suburbio de Buenos Aires, en los bares más precarios, en las calles más desiertas, en los recintos más inhóspitos y olvidados. En cada esquina esperé tu presencia, en la vereda de tu romano nombre. Suspiré… Augusto Remo. Erdosain.


Cada lugar de la ciudad al que iba era una ocasión para concertar el encuentro. Viajaba en los colectivos imaginando que veía a mi objeto de deseo caminando por alguna vereda del centro, de esas bien angostas en la que no caben dos personas caminando a la par. Divagaba, me ausentaba y creía verlo caminando por Salta o Combate de los Pozos con un traje haraposo, desalineado y sucio,  fumando el cigarro más barato, ignorado e invisible entre la gente. Unas cuantas veces pasé más tiempo del que debía en Plaza Constitución, prendía mi cigarrillo y me quedaba inmóvil entre los vendedores ambulantes recorriendo con la mirada el panorama. Entonces una vueltita o dos a la plaza formaban parte obligatorio de mi tiempo y terminaba llegando tarde -como siempre- a ciertos lugares. Y aún así no alcanzaba. No alcanzaba.
Cierta noche, en el auge de un tortuoso insomnio, decidí ir explícitamente en su búsqueda. Sí, yo se que suena a delirio, que el Erdosain que yo deseaba era único y solo estaba escrito, pero me convencí de que cada época tuvo, tenía a su Remo Erdosain, de que almas parecidas a la suya vagaban errantes por Buenos Aires, como frustradas luces subordinadas se movían, deambulando a la deriva y yo me convertía en arqueóloga de esos fósiles urbanos. Me calcé el primer abrigo que encontré y salí. La calle estaba desierta, creo que habrá sido algún martes. Las luces generaban más sombras que luces y yo caminaba sola moviéndome cabizbaja en esa oscuridad. No quise llevar reloj, no quise saber nada sobre el tiempo, no había merma posible. Tomé Medrano, pasé Corrientes y llegué a Díaz Vélez.  Doblé y caminé unas cuadras hasta Pringles, ahí me topé con el IMPA, una fábrica recuperada por obreros que produce aluminio a gran escala. Con solo divisar su fachada me fagocitaba en cierto viaje en el tiempo, un lugar intacto y preservado que hipnotiza a cualquiera, melancólica y gris se irgue aquel recinto en su pálida estructura sobre el adoquín.  (Sí, tengo una afición por los lugares que me transportan en el tiempo, ya lo sé). Me paré en la esquina en diagonal a la fábrica y la contemplé unos momentos en el delicioso silencio nocturno de la ciudad. Habré estado minutos, quizás una hora y luego decidí seguir. Tomé Querandíes hasta Yatay y a la distancia reconocí el túnel por sobre el cual pasa el Sarmiento. No sé porque de pronto me encontré siguiendo a un hombre con sobretodo que iba en dirección al túnel. Nuestros monocordes pasos atinaban a sincronizarse fallidamente reventando las suelas de los zapatos sobre la vereda. En la entrada del viaducto mi perseguido se da vuelta y me toma del brazo: “No debiste salir esta noche”, amenaza mi ahora perseguidor. Comienza a insultarme e intenta arrancarme el abrigo. Entre la penumbra del túnel pude distinguir su cabeza de buey cabreando en la maciza oscuridad, unos labios gruesos de color bordó se movían gelatinosamente por su lacayo semblante de drogadicto.  Un vomitivo vaho a no sé qué mierda era escupido por su amarillenta dentadura que sangraba con ímpetu. Toda su destartalada figura se condensaba en un miasma corrosivo. La degradante situación era más tensa de lo que deseaba. Empecé a sudar y creí estar condenada por un segundo. Deseé no haber salido a buscar a Remo. Me llené de ira con el canalla y sentí gestándose dentro mío como una masa turbulenta, las injurias más crueles y humillantes que había formulado mi materia gris. Vi mi lozanía partir y hundirse en la podredumbre de alguna bocacalle, vi mi niñez desmedrándose en hojas de otoño. Me sentí un feto, indefenso y deforme, imposibilitado de volver al seno materno. Me toma del pelo y me obliga a estamparme contra la pared, en la cual yo sentía una ola de lípidos impregnándose por mi mejilla aún colorada del golpe y una bacteriológica humedad que olía a cemento y meo.
Segundos antes de ser ultrajada, en el instante justo, en el momento preciado, en todo eso que podría llamarse fortuna o el arbitrario azar,  aparece otro hombre que en aspecto era bastante parecido a lo que yo imaginaba de mi amor literario. El otro me suelta y sale disparado hacia Rivadavia, su estado era nefasto e incoherente como para quedarse a averiguar que ocasionaría la irrupción de un tercero. Probablemente era un principiante, sino dudo de haber corrido la misma suerte.
  ¿Estás bien?, pregunta misericordioso el nuevo intruso.
 – Si, gracias. Le respondo todavía un poco acongojada, quizás conmocionada por el suceso. Lo miré y me atrajo, pero cuando caí en la cuenta de que fue mi salvador, descarté la posibilidad de que sea Remo, mi Remo y lo dejé ir por donde vino. Me rogó que me deje acompañar hasta alguna parada de colectivo pero le agradecí avergonzada y me marché. Probablemente esa noche me perdí una gran oportunidad, pero la verdad es que mi ordinario apetito sexual estaba tan masacrado como mi sensatez.
Esa noche llegué y por primera vez aquel año me eché a llorar.
Por unos días intenté calmarme, intenté omitir mis pensamientos y alivianar mis fantasías. Fueron días de repetidas masturbaciones y solitarios gemidos. Fueron días de soledad y escritura. Días de ver la angustia flotando por el aire, atravesando murallas y encarnándose en las gargantas de los hombres. La angustia arraigada hasta los huesos como la sífilis. Pero no fueron días de olvido. Me torturaba en las horas de la acaecida alba qué era lo que me enredaba a este desvarío.

Hice el intento por última vez, pero esa noche no fui directo en su búsqueda. Salí porque necesitaba salir, distraerme o abstraerme. No obstante, poco pude mentirme con la idea de que esa noche no saldría a buscarlo, tan frágil fue la convicción que con solo mirar la calle el deseo volvía a aflorar y esa obsesión se convertía sintomáticamente en una enfermedad que se expandía hasta cada extremidad de mi barroco cuerpo. Fui hasta el centro, caminé por Corrientes, percibí que llovía y me metí en un cine. En diez arranca una película, me dice el boletero. Pido una entrada. Domingo a la noche, el cine desierto. Era una de Isabelle Hupert, asiática. En la sala había tres personas más, pero ninguno de ellos lindaba con el perfil de Remo, entonces me abstraje en la pantalla. Por una hora y media pude sumergirme en una nueva ficción que me suministraba un poco de patético solaz. Efectivamente a la salida, todo había vuelto a su estado natural. Me paré en la puerta del cine dudando si seguir buscando por las angostas y laberínticas calles del centro,  ir hasta tribunales o quizás tomar por Talcahuano hasta Constitución.  No hice más que contemplar la estrepitosa lluvia que bañaba los taxis mientras estos corrían chorreados y furiosos por la avenida. A lo lejos se escuchaban unas irritantes y desesperadas sirenas, como si Buenos Aires estuviera en un estado de evacuación. Caminé empapada, arribé a Callao y me subí al 12 emprendiendo la vuelta. No hacía mucho yo había cambiado de domicilio y me costaba acostumbrarme a mis nuevos puertos. Iba reflexionando sobre acabar con esta idea de una vez por todas, pero no conocía mis límites, todavía no podía resignarme, no podía soltar el fervor y la adrenalina de encontrar a ese hombre.


Cuando me di cuenta, el colectivo ya había pasado la parada, me levanté precipitadamente y toqué el timbre. El chofer abre la puerta en el semáforo todavía en rojo, en medio de la calle, abre la puerta, en medio de la calle y yo no vi… al bajar, una moto que venía a cierta velocidad me atropella y caigo débilmente en el asfalto. Ilesa, increíblemente ilesa, malditamente ilesa. Dos pubertos de unos veintipico de años fueron víctimas del peor miedo de sus vidas. Me preguntan si estoy bien, asiento con la cabeza y me zambullo en la indefensa vereda. Un sujeto me escruta preocupado y ofrece llamar a alguien, lo niego. Comienzo a caminar hacia el lado contrario al que tenía que ir y cuando comprendo mi desorientación comienzo a reír a carcajadas, sola, a carcajadas entre la gente. Instantáneamente estallé en llanto. Volví a tomar el camino a casa roja de lágrimas, quería un abrazo. Alguien pasó por mi lado y casi le pido que por favor me abrace, que necesitaba el contacto, que no importaba, que no quería más que un miserable abrazo. Pero nunca fui buena para pedir, tampoco para recibir.

Ese domingo llegué, fumé y dormí. A los días todo me resultaba anecdótico. No voy a afirmar que todo pasó a ser parte del pasado. Claro que no, a veces mientras viajo en colectivo imagino a mi mortífero Remo flotando por las calles odiando a cada ser humano que contempla, pero claro está, es parte de la fantasía… fundirme con él en la inexistencia, invitarlo a mi departamento y dormir juntos para que al otro día despertemos angustiados. Que se vaya y que vuelva cuando quiera, a cualquier hora. Que se adueñe de mí, de mi casa, de mi cuerpo, que me coja o que no me coja. Que estemos juntos y ausentes y vacíos e insatisfechos. Miserables, preguntándonos qué es lo que habrá que hacer para no sufrir más. Verlo sentado en el abismo de la cama con los codos clavados en las rodillas y el rostro entre sus manos. Todo eso, querido Remo. Todo eso, mí deseado Erdosain.

Conforme pasaron los primeros meses, me torturaba la idea de que todo acabe ahí. Esta seguridad de no tenerlo… al principio me enloqueció, ahora me he resignado.





Todavía no leí “Los Lanzallamas”.

lunes, 31 de marzo de 2014

Dos metros bajo tierra.

No tenés idea cuanto me excita cada vez que te palpo en sueños. Despierto y mis sábanas son testigos de esa experiencia tan nocturna. La humedad me asedia y quiere tenerte entre mis piernas mientras tu imagen se desdibuja, pero aún se que sos vos, la que está ahí conmigo en ese contexto sustraído, lejos de alguna realidad sensible. Estás ahí, indefensa y entregada, como a mi gusta. Me decís homosexual y nos golpeamos. Te digo homosexual y nos besamos. Y en ese instante sos así de sexual.
"Así me gusta soñarte", te decía mientras cerrabas la puerta de la habitación y te sacabas la remera descubriendo ese torso pequeño y ese abdomen trabajado (se que decir "trabajado" suena poco poético, pero es la palabra única para definirlo, y la que más me calienta) que tanto me eriza, tus rulos y tu boca curiosamente femenina.
Por alguna razón yo vivía en dos casas al mismo tiempo, mi departamento desde hace casi un año en la calle Soler y una casa ubicada en Congreso, por la calle Moreno. Quizás esa casa era un significante con un significado al que en este momento no me atrevería a darle un sentido. El lugar era ese, mi otra casa sobre Moreno, cerca de Entre Ríos (podría haber sido una casa a la que asistí, pero no, era otro lugar inventado por mi mente, conjugado con otros lugares que vi y nunca vi). No voy entrar en detalles sobre lo sucedido, ambas sabemos lo que hicimos en aquel sueño donde el sol se tamizaba en las cortinas.
Ambas satisfechas salimos de la habitación. Algunos nos esperaban fuera, no recuerdo los rostros.
Mi desconocida casa parecía estar en restauración y fuimos a explorarla. Vimos una escalera provisoria, improvisada con una madera pseudo tablones muy precaria. Recuerdo oír aserrín, recuerdo oler el movimiento de la escalera mientras ascendíamos. Decíamos que ascendíamos pero yo podía vernos desde lejos como todos bajábamos esas escaleras. Poseía la lógica del sueño, insensata y entreverada lógica inexistente. Mientras subíamos/bajábamos las escaleras, distintas conversaciones un tanto superficiales emanaban de nuestras bocas. Las risas retumbaban en la madera de la escalera y nosotros sentíamos un leve temblor al pisar cada peldaño, hueco y estático.
La escalera se detenía en una puerta, un cruce de caminos, podíamos no abrir la puerta, pero la abrimos. Queríamos ver que había en mi propia casa.
Desde el umbral de la puerta dimos un pantallazo general a esa peculiar habitación que olía a lirios, a jazmines, a rosas, a lilas, o a esa mezcla repugnante de flores que no sabemos cuales son, solo que se esmeran empalagosamente en querer ocultar otro aroma aún más repugnante. El piso estaba cubierto por una alfombra tan suave como el seno materno. El techo cetelleantemente blanco, las paredes color cremita. Pulcridad extrema podría ser el mejor adjetivo para aquel recinto.
Cuando penetramos la entrada sentimos una energía extraña, perturbadora, más bien siniestra. Lo siniestro, lo cotidiano extrañado. Eso fue, eso sentimos. Lo cotidiano extrañado y lo cotidiano extraviado. Porque de alguna manera estábamos perdidos dentro de mi casa, era gracioso y absurdo. Era hasta degenerado el sentimiento de haber viajado en tiempo y espacio con solo subir/bajar una canónica escalera de madera.
Grandes sillones de finos tapizados se desplegaban en el lugar, y de pronto, como otro mueble más veíamos ataúdes lujosos del primer mundo. Rectangulares, brillosos, laqueados, pintados. Manijas de oro enchapado aguardaban altivas las manos de algunos hombres forzudos que sean capaces de trasladarlas a destino.
Los sillones tanto como los ataúdes no estaban desperdigados al azar, estaban depositados de una forma precisa, sencilla, pero precisa.
Un grupo de tres personas se acercaron a recibirnos: un hombre de unos treinta y pico con el espíritu parco de un hombre de sesenta; una señora muy señora estereotípicamente señora oficinista atención al público de irritable prolijidad y de blonda edad; el tercero o tercera no fue digno de mi atención, no sabría especificar por qué, simplemente no lo fue. Cuestión que estos curiosos empleados parecían asistir a una ordalía medieval pero con una actitud muy posmoderna (espero que este concepto pueda definir sus comportamientos). Hablaron de ciertos "servicios" o "especiales y personalizados servicios" que dependían del capital que uno esté dispuesto a invertir.
Quisimos ahogarnos más en el asunto y seguimos caminando hacia el fondo de la sala. Nos cruzamos a un párroco, con semblante de inquisición, pero no nos dirigió la palabra, solo hizo un ademán de bruta cordialidad.
De pronto un circuito de camarines nos invadían. A ver, como explicarlo... una fila de tocadores con espejos y bombitas de luz, una masiva cantidad de maquillajes rebalsaban sobre las mesas. Era una especie de circuito, de recorrido, de visita. Éramos la visita. Vimos gente, humanos con una actitud rebosante, felices. Todos estaban maquillándose, asediándose, preparándose para la meta. Suena gracioso el término, pero así le decían ellos: la meta o la meca.
La meta, ese último y único lugar. Esa que nos unifica y que nos revela nuestra finita condición humana.
Este sector "camarines" estaba exacerbadamente iluminado, no querían que se perdiese detalle alguno. Una señora se empolvaba las mejillas con un rubor carmín, sus labios borgoña sonreían descaradamente y nos miraba a través del espejo. Nosotros indagábamos curiosos y silenciosos a los protagonistas de nuestro "tour". Eran muchos, de todas las edades. Un par de pibes corrían por el lugar, olían a frescura y gomina. No eran de antaño, eran de nuestra época, del 2014 con todo lo que eso acarrea. Una madre pasó con su bebé en brazo y todos tiritamos al unísono.
Ellos, todos y cada uno, se vestían, se preparaban a su antojo para el último acto... No entendíamos si nosotros también teníamos que comenzar a maquillarnos, a elegir los objetos o seleccionar la indumentaria que instantes después estaría dos metros bajo tierra. Otra vez volvía el olor al cóctel de flores, se entreveraba con el polvo y la colonia.

Ahí desperté, en ese momento rancio donde el sueño se apaga y no cabe lugar para él en el plano consciente. -Termina la película y se encienden las luces- La realidad irrumpe destrozando la vigilia.
Ahí abrí los ojos en la misma cama donde te había tenido, sobre la calle Soler. Me siento en la cama con el sabor del sueño todavía en el paladar mezclado con la saliva matutina y el gusto del cigarrillo de la noche anterior. Una vez más despierto. En mi cama vacía.

domingo, 2 de marzo de 2014

Una de las tantas conversaciones estériles que tuvimos alguna vez y que ya no tenemos.


M- ¿Cómo te enteraste?
H- Me enteré.
M- ¿Quién te dijo?
H- No importa.
M- (...)
H- Olvidame. Soy una bestia, un animal.
M- No sos el más indicado para decir eso. Mirá donde estoy...
(Pausa)
H- Nunca vas a dejar de ser así.
M- ¿Así como?
H- Así.
M- ¿Sos real? parecés un... esas cosas que... Si no fuera porque hablás siempre las mismas infamias, pensaría que sos parte de la alucinación permanente que genera este lugar.
(Silencio de él. Se miran)
M- ¿Qué querés de mí?
H- Nada, nunca quise nada de vos.
M- Desgraciado, seguís siendo el mismo. ¡Qué ilusa que soy! esa pregunta siempre fué la más recurrente y tu respuesta la más mentirosa.
(Pausa)
H- ¿Tenés un cigarrillo?
M- (ríe) ¿Querés un whisky también? Fijate que debe estar al lado del suero y las inyecciones. Perdón que no me pueda levantar a servirte como antaño... Idiota.
(Pausa.  Él mira alrededor, ella mira hacia un vértice del cuarto)
M- El médico me preguntó por qué estaba acá... nunca supe responderle. Le pedí que me deje escribir y me halagó. Solo puedo escribir sobre este lugar y las mentes heridas que lo habitamos. Miseria pura. Quizás escriba este diálogo, siempre tuve memoria para recordarlos a menos que las pastillas me hayan terminado de quemar el cerebro (ríe)... A vos no te haría mal estar acá.
H- Yo no estoy en ningún lugar. Solo en el pasado.
M-  Cínico...
H- Sabés que es así. Nunca pude, nunca supe hacerme cargo del presente.
M- Pero te atormenta...lo mirás de lejos y te atormenta. El presente te quiere dar una paliza y vos seguís cogiéndote al pasado. Sos un necrofílico. (Silencio) Perdón, de tanto estar acá, todo se volvió negro... hasta mi humor.
H- Por lo menos te queda un poco de humor.
(Silencio, ella mira la ventana. Él la puerta)
M- Parece ser un lindo día.
H- Nunca te importó demasiado el sol.
M- No, me hace acordar a mi niñez y me pone melancólica. Teniéndote cerca nunca me importó demasiado nada.
(Silencio. Basta)
M- Justo, anoche soñé con vos. Soñé que eras padre, te veía con tu familia... un nene, tu primogénito... Lo peor de todo es que eras feliz y que yo no formaba parte de esa felicidad. Yo lloraba, quise gritar pero no pude, comencé a correr hacia vos y el camino conducía hacia el lado contrario. Vos me mirabas con desprecio, me mirabas... me ignorabas... te odié. Tenía ganas de reventarte la cabeza contra una pared. Yo corría en pijama por la calle como una desquiciada y la gente se me reía. En ese momento se me empezaron a caer los dientes y el pelo. Yo lloraba, quise gritar pero no pude.
H- Yo también soñé. Había un cura dándote la extremaunción...pero el cura también parecía ser una especie de sepulturero, tenía una pala y comenzaba a echarte tierra encima, sobre la cama, una cama muy parecida a esta. No se sabía de donde, pero escuché un réquiem, y sentía el olor de la liturgia que se mezclaba con una brisa de corona de flores y pompas fúnebres. Y el olor de la tierra. Me dieron ganas de vomitar. Vos me mirabas, en el fondo sabías lo que yo pensaba en el momento: que era lo mejor. Me desperté descompuesto, mareado, abombado.
M- Bueno, no sé qué tan irreal es ese sueño.
H- Me desperté bastante agustiado y decidí venir.
M-  No debiste hacerlo.
H- Estás muy flaca, se te notan las clavículas y el esternón, pero aun así seguís teniendo tetas.
M- ¿Te gusta?
H- No, estás muy flaca.
M- A mí sí me gusta, siempre quise verme consumida.
H- Tenés los ojos caídos. Estás demasiado ojerosa. Siento lástima... pero de la buena, no de la humillante. 
(Silencio. Él mira las cicatrices)
H- Qué manera de arruinarte la piel...
M- Me gusta cómo me quedan.
H- No debiste hacerlo.
(Ella ríe)
H- ¿Fue por mí?
M- (riendo aún) Vos solo te podés adjudicar la infelicidad de una persona. Siempre fuí así.
H- Si tan solo...
M- (interrumpiéndolo)...Si tan solo tu imagen no se manifestara en la ebullición de la noche mientras mis sábanas se quiebran...
H- Si tan solo tus ojos no fueran como la erosión del cielo cobrizo en la metamorfosis nocturna. Sos de noche, sos todas mis noches. Yo no puedo, realmente no se como se vive una vida a solas...
M- Callate, me contagiaste tu melodrama hace años y recién ahora comienza a aburrirme. Lo mío es sincero.
H-Lo mío también...
(Silencio. Demasiada sinceridad de ambos)
H-Mi amor, esto ya es demasiado... no nos hemos hecho ningún daño.
M-El daño somos nosotros mismos y si el dolor nos genera un placer arrolladoramente hermoso, esto no terminará hasta perecer definitivamente enredados en nuestras pieles.
H- (...)
M- El silencio fué siempre tu mejor respuesta, la más sincera de todas.
H-Yo no estoy en condiciones de amar, vos no estás en condiciones de vivir.
M- ¿Qué esperabas?
H- ¿Me extrañás?
M- ¡Qué evasivo! Si no es el silencio, es otra pregunta.
H- Respondeme, por favor.
M- ¿Debo responder?
H- Sí.
M- ¿Porque?
H- Porque sí.
M- ¿Porque siempre hay que responder a tus preguntas?
H- (Mira sin entender, busca en su cabeza una respuesta y no la encuentra. Balbucea inútilmente): Porque es mi deseo. Siempre desee que tengas todas las respuestas para mí. Cuando yo quisiera.
M- Yo no estoy dispuesta a cargar con un inconstante. Vos no estás dispuesto a cargar con una enferma. Andá, volvé a lo de siempre. Vos ya elegiste tu mujer. Siempre elegiste tus mujeres y yo nunca fui una puta opción en tu reputísima vida.
H- No puedo irme. No doy más de extrañarte.
M-Extrañás algo fuera de tu rutina, imbécil. ¿No entendés? La que empieza como segunda, termina como segunda ¡Siempre voy a ser la segunda para vos, siempre voy a ser un lugar a donde volver, una vía de escape para tu cotidianeidad de mierda! (Se agita, respira y se detiene) ¿Vos me vas a sacar de acá?
H- (...)
M- Estoy hablando con un parapeto. ¿A quién quiero conmover con esto, si no hay nadie del otro lado que me esté escuchando? No te importa, sos inconmovible. ¡Andá con tu mujer!
H- (Calla, inmutable pero angustiado. Nunca tuvo las respuestas)
M (impotente)- ¿Cómo hiciste para dejarnos?... te lo pregunto con toda la sinceridad que puedo llegar a tener... digo, fue admirable... un día dejaste de escribirme... ya no estabas. Enserio te lo pregunto... ¿Cómo hiciste?
H- Me pediste que no vuelva.
M- Sabés que no lo decía enserio, sabés que yo no puedo. No siento nada en tu ausencia. Soy una puta insensible.
H- Era para mejor.
M- ¿Para mejor de quién?... ¿El de tu relación? (ríe exageradamente) Te necesito tanto como a mi miseria interior... los dos tienen la misma potencia, la misma intensidad... ¿Por qué siempre hiciste como que no te dabas cuenta?
H- Era lo mejor...
M- ¿Si? ¡qué paradójico! Mirá donde estoy ahora...
H- (cansado) ¡Tenía que pasar! ¡Sabías que esto en algún momento iba a pasar! Lo planeabas... mientras nos acostábamos pensabas en ese placer. Yo estaba adentro tuyo y sentía toda esa crudeza que te excitaba más que mi sexo.
M- Está bien. No somos el amor de nuestras vidas, pero yo hubiese envejecido en tus brazos y no me diste la oportunidad... ¿Lo sabías, no?
H- Me estás matando.
M- Nos estamos matando. Yo mentalmente y vos físicamente.
H- Prefiero morir sintiendo algo, aunque sea un poco, un ínfimo placer.
M- Es que hasta que no nos matemos no podremos vivir. Nunca. Es como vivir para la muerte sin vivir el transcurso de la vida.
(Entra el médico. Ellos callan, él contempla la situación. Silencio. Rompe la quietud. La toma de la mandíbula. Ella abre la boca por inercia y le da unas pastillas. Sale)
M- Es increíble. Las primeras veces sentía como se me dormían los músculos de la cara... ahora ya no, ya nada, ya no estoy, ya no siento ahora, nada.
H- Me voy...
M- Andá.
H- ¿Me vas a llamar cuando salgas?
M- No. Ni siquiera sé si voy a salir. ¿Esa es tu reflexión?
H- Yo...
M-  Siempre tán básico.
(La mira con los ojos vidriosos, lastimero)
H- Me voy.
M- Como siempre. Nunca estamos. ¿Qué día es hoy?
H- 20 de diciembre.
M- Ah... claro, mañana es verano. Nosotros no existimos en verano.
H- No, no existimos.
(Él se levanta de la silla y se acerca a la cama. Intenta besarla pero se da cuenta que rozar esos labios le quitarían todo el recuerdo de la pasión que alguna vez sintió por ella)
M- Chau. Quizás vuelvas el próximo otoño.
H- Quizás seamos en otoño.
M- Tengo miedo de que no vuelvas. Tengo miedo de que no haya otoño este año.
H- No sé.
M- Se me cierran los ojos. Fármacos putos. Se me infla la cara toda. Chau.
H- Cuidate. Llamame cuando salgas, por favor.
(Sale. Ella duerme, siempre duerme)