sábado, 7 de diciembre de 2013

Penélope

Tener una cualidad intrínseca o natural, o poseerla de modo permanente: soy una mujer.

Casualmente me encontré con ese ejemplo. Causalmente parecía ser el casual modo de encontrarme con mi propia falencia. Parecería ser que algo de lo que me digo a mi misma no lo estaría escuchando.

Y así, llegué a un puerto en donde nadie me esperaba. Llegué haciendo señas absurdas e incomunicables, casi fuera de este mundo. La luna parecía tibia desde el muelle, cruda y arrugada al mismo tiempo (nadie dijo que éstos serían antónimos). A la larga el paisaje parecía ser lineal, ahogándose a cada instante en su monotonía.

Por alguna razón quise contemplarme en el agua y no vi más que agua, no vi más que demasiada agua, demasiada para mi alma que en aquel momento solo tendió a encogerse. Ahí, podría decirse que hubo algo de vibración -estado que me resulta muy ajeno, como si no fuese una cualidad intrínseca o natural-. Estado de un cuerpo sensible.

Llegué al muelle y fantasee con encontrarte, siempre mi fantasía se reduce a un encuentro. Siempre mi fantasía se reduce a eso, fantasía desbordada sin concretar. Siempre mi vida se reduce  a la fantasía. Alimento pseudo onírico que me hace retornar a la experiencia del cuerpo sensible. 
Pero nadie bordea estos parajes derruidos. Estos páramos tumultuosos que lindan con los yermos más acabados. Ni siquiera un navío cansado, oxidado. Ni siquiera un pescador errante se acerca a este muelle, que es mi punto de inflexión con el mundo.
¿Habrá algo más solitario que este piélago desértico?

Vi agua, mucha. Ese era mi encuentro, el agua mucha. Alguien (no me preguntaré quien, no) me había atado una bolsa con piedras, pero cuando llegué a la orilla la bolsa cayó sin mí y el agua mucha la devoró. Comencé a reír, me sentí Sísifo. Pero yo nunca fui ningún mito. 

Caminé varios kilómetros en pendiente hasta llegar al acantilado, pero cuando intenté arrojarme a aquel abismo, los filosos bordes de las rocas se transformaron en las plumas más inofensivas sobre la faz de la tierra.

Pregoné blasfemias al cielo, me retorcí en la hierba hasta que mis cuerdas vocales se cortaron y enmudecí desesperada bajo un mundo con demasiada vida, con toda la vida que detesté siempre.

Busqué veneno, lo bebí y se transformó en el vino maduro que derraman ebrias las bacantes. Encontré una liana lo suficientemente resistente para tensarla en mi cuello y se desintegró como una nube azotada por el crepúsculo. El fuego era agua. El agua era aire.

¿Por qué vil naturaleza, maligna, no osáis permitirme saborear el dulce vuelo hacia la muerte atando el frágil hilo de mi existencia a la caprichosa esperanza  del reencuentro con mi amado?

He de tejer un sudario con mis lágrimas contenidas, cada puntada vehemente que daré tendrá el ímpetu de mi soledad crónica. Las agujas serán como mi fidelidad eterna hacia el hombre que no es más que un recuerdo impertinente.  Así he de tejerlo, deshaciendo durante la noche lo que construyo durante el día.

Quería entender la vida mediante la muerte. Guardo bajo mi piel todos los otoños mezquinos y volátiles de la Ítaca homérica (referencia a quien me escribe). Otoños evanescentes, de azúcar impalpable. Quise saber por todos los medios posibles qué significaba ser. Solamente el significado de la palabra, y obtuve mi respuesta, la más evidente, la única.

domingo, 27 de octubre de 2013

Umbral urbano


Es día de semana en la vía púbica de alguna urbe. Algún lugar. Cualquier lugar. Hierve el sol -egocéntrica estrella magnánima-, quema desde el cenit el asfalto, los techos, los cueros cabelludos, las pieles andantes.

En aquel punto meridiano, más precisamente en una esquina, un hombre y una mujer se miran detenidamente. Contraste evidente con la calurosa muchedumbre. Toda vorágine ardiente pareciera estar en otro plano de la realidad, como una proyección visible pero intangible, proyección ensamblada en aquella estaticidad creada por ambos. 

El hombre quiebra la quietud posando ambas manos en los hombros de la mujer y desliza sus palmas hasta llegar a los codos. Con vehemencia los arranca de un tirón sordo. Aprehende un brazo en cada mano y se lo injerta en sus axilas peludas, sudorosas.

A media cuadra se oye el regodeo de unos niños en la plaza, el ladrido de unos perros enloquecidos, el sonido de un cuerpo deslizándose por el tobogán. Filosos guijarros que se entrometen dentro de las zapatillas. Guijarros y arena. De plaza.

Mientras, él la estaría besando. Las puntas de las lenguas se encuentran dentro del terreno acuoso, se acarician. En simultáneo ella es peinada con una sutileza masculina, diríamos, soberbia. Como cerdas de una escoba, las yemas y uñas barren las crines castañas. Una maniobra pacífica, una técnica fina, finísima, con el filo del calcio, uñas de leche de aquel hombre, portador de una ternura persistente. Los frenos de un colectivo se clavan en la avenida reculando ante el rojo del semáforo. Cae cada pelo hacia el piso, se deslizan por el aire conducidos por la inercia.  Pelo, beso, aire, beso, pelo. Un hombre que besa y deshace. Succiona a tal punto que termina adueñándose de la lengua mujeril. En toda su boca, ambas lenguas aletean como peces en la superficie y se retuercen meneando su barbuda mandíbula. Finalmente, la deglute.

Ella lampiña. Ella imberbe. Desde sus ojos de mujer, ojos de vértigo, ojos lisiados, ojos inmóviles, comienzan a caer débilmente las lágrimas, tropiezan en la pendiente del ojo y caen al vacío desmembrándose en la vereda. Ella se da media vuelta, comprendiendo el devenir inminente. Él mira detalladamente: la espalda, la nuca, la médula y en un arrebato dulce le besa el cuello. El cuerpo manco emite gemidos ambiguos, delgada línea entre el placer y el dolor. Las veinte yemas de los veinte dedos de los cuatro brazos de un solo cuerpo se posan en la espalda y delicadamente desmenuza la columna vertebral cual artesano desarmando un cordón trenzado. Puede verse como la mujer en cuestión muerde sus labios con un furor gélido. Ella cae instantáneamente sobre el pavimento, invertebrada, desmedrada. Sus piernas inútiles poseen una laxitud incoherente. Largas piernas como de muñeca, largas piernas tiernas de algodón, crudas y hermosas piernas impertinentes.

Todas las miserias al unísono, todas las penas sincronizadas, pero el cuadro aún no termina. 

Las vértebras delimitan la escena. Hay pelos esparcidos por la vereda, el aire, sus ropas. El hombre da su último golpe, el letal. Necesita cerciorarse, saber si ella está encendida, sexualmente evaporada. Una mano derecha se posa bajo la pollera llegando a la bombacha. Con las restantes quita de su camino las piernas para cumplir su objetivo. Palpa con las yemas la vulva corroborando la humedad de la misma. Acaricia lento. Ambos gimen. Se regocijan, se excitan. Él hubiera querido penetrarla. El índice y el grande son insertados en el interior de la vagina mientras el pulgar resiste por fuera  y con un movimiento culmine desarraiga como un anillo de oro el cilíndrico canal uterino. Lo toma entre sus manos, mira por dentro. Lo pone a contraluz. El sol brilla. Un rayo de luz tibia atraviesa la vagina extirpada. El sol retrocede ante una nube. La mujer es sombra, una mancha sobre la vereda, un baño de huesos y vísceras.  La mujer es sombra y puede verlo. Puede verlo, verlo y escuchar ese silencio, esa columna extirpada, esos brazos arrancados, esa boca deshabitada, ese cráneo desnudo, ese sexo anulado. Pues no es casual que aquel caballero no le haya arrancado los ojos de un impulso edípico ni le haya acuchillado las orejas cuan pintor desesperado. Claro que no es casual, máxime si este hombre pretende dejarla aún con vida.

Él no quiere matarla, no es un asesino. Claro que no, querido lector. No lo juzgues. Él quiere su corazón intacto.

El hombre pide un taxi. Libre, cartel rojo. Libre, taxi en movimiento. El sol se pone. La ciudad se vuelve umbral. Fin.

domingo, 22 de septiembre de 2013

La última palabra.

Era Buenos Aires, estructuralmente era Buenos Aires. Podría haber sido otra ciudad, en otro país o continente pero no. Era la Buenos Aires de nuestros días, pero no sabía a presente. Nada se sabía del presente. Esa mañana salí de mi casa cabizbajo. Comencé a caminar a destiempo, en otro aire que no era el mío. Mis pies, con cierta alienación e ignorancia, se apoyaban duros sobre las baldozas, mientras algunas -cuidadosamente desencajadas del piso- hacían vibrar sólidamente mis pasos. Deduje que había llovido cuando sentí el agua entrar en mis zapatos.
Cuando hecho una mirada en derredor, comprendo que era Buenos Aires, pero a medio construir. Las calles, delineadas de forma intacta, carecían de semáforos y señales de tránsito. Es que no había tránsito alguno. Un edificio de aproximadamente unos catorce pisos sobre la calle Bolivar distaba de ser habitable. Era un cemento constante emergiendo de una superficie precaria. Todo estaba a medio construir o a medio destruir... como si hubiese sido saqueada, o podría haber sido una situación post guerra luego de que ciertas "autoridades" o algún resquicio de sociedad se encargó de ocultar y/o deshacer el delito. Claro, algo así, se deshicieron de los cuerpos, de la sangre y las vísceras secándose al sol. Era físicamente imposible... ¿como no...? ¿En que momento se...? No.
Primero comprendí esto, luego comprendí mi soledad. Ciertas veces, en algún insomnio o durante el hastío de un viaje en subte fantaseé con ver esta ciudad pelada, pero mi sensación era inimaginable. O quizás, era de esas situaciones de las que uno especula determinadas reacciones pero que en el momento real, físico y tangible en el que uno las atraviesa, resulta ser casi contrario a lo que uno sospechó.
Encaré hacia Corrientes para desembocar en el obelisco, y desde lejos pude ver una estructura de fierros mortalmente pelada, desnuda ante la amplitud vertiginosa de la avenida desierta. No comprendía. Me mostraba reacio a la creencia del mundo post guerra, o a la restauración completa de la "capital astral". Sentía desdén y hasta temor de vivir un sueño del cual yo no podía despertar. Llegué a replantearme si yo habría muerto...
...muchas veces en el afán de encontrarle una explicación a la muerte pensaba en que ésta sería un estado permanente de letargo y ensoñación, por toda la... eternidad... -¿hasta cuando?-, no se... hasta que los polos se desmolden y nos ahoguen en una respiración obsoleta. -¿Respiración?-. No hay actividad cerebral en el estado pos mortem... -¿Entonces que es? ¿El paraíso, el purgatorio y el infierno?-... No me puedo permitir pensar así, ya no estamos en el renacimiento. Dante lo describía de una manera exquisita. Pero no, sería casi igual o mejor que una película de ciencia ficción. -¿Entonces, por dios, qué somos? ¿De qué carajo se trata? ¿Qué hay? ¡Por el amor del cielo! ¿Un blanco constante, impertinente, perenne?-. ¿Será que vivimos todos los días creyendo saber que significa la nada, pero solo en el sueño eterno de la muerte sabremos con exactitud su verdadera esencia?.
No había un rastro ínfimo de vida allí. Ya no me agobiaba la sensación de caminar mientras ciertos transeúntes me clavaban el filo de su retina en los hombros. Si, así se sentía antes... era en los hombros, la médula, en el cráneo; en esos lugares la gente depositaba la punta de sus cuchillos críticos y morales.
Todos los inmuebles vacíos, con sus respectivos huecos y orificios destinados a puertas y ventanas pero totalmente desprovistos de las mismas. Busco en los bolsillos de mi saco y doy con un cigarrillo aplastado y una caja de fósforos, húmedos. Lo prendo, a sotavento, refugio el fuego con la palma de mi mano y lo prendo. Húmedo, cancerígenamente húmedo.    
Así era la cosa, yo en el medio de todo, sumergido hasta las muelas en el irremediable mundo de la soledad. La soledad... estar con uno mismo. Entiendo que en reiteradas ocasiones elegí mi soledad. Entiendo que hubo mujeres que dejé ir, otras, afortunadamente, se fueron por cuenta propia. Pero ¿qué iba a hacer? Acaso debía entregar mi remanente de vida a una mujer que no besaba, que no aplicaba bajo las sábanas la caricia entera o no forcejeaba con la fuerza justa?
Es verdad que dejé ir. Si, es verdad. No obstante, un presente tan abrumador como este me coloca en un tiempo irreverente y eso suena aún más angustiante. Donde hay un pasado muy consistente acechando tras mi nuca, un presente inentendible e inabarcable y un futuro inimaginable.
Quizás si volviese a mi casa... y me tiro a dormir... mañana será como antes, como lo fué siempre.
¿Donde está el desgraciado mundo que contagia las calles con su inmundicia humana?

Bajo por Avenida de Mayo para rememorar algo de aquellas calles antaño habitadas. ¿Qué iba a hacer?
Mi estómago estaba cerrado como una cripta, mi garganta solo demandaba más tabaco. Caminar podía ser mi único pasatiempo, deambular fervientemente quizás me llevaría al encuentro de algo inesperado. Así pasé el Congreso, hueco, inútil, decadente (una perfecta analogía de su función inconsistente).
Llegué a la estación de Once y me sumergí dentro. Todo era tan desolador. La noche ya se mostraba soberbia en la ciudad.
Me senté en un banco, limpio, inmaculado, sin uso, el único que había. Me siento y contemplo en silencio las vías, nuevas y abandonadas. En eso, pensé estar delirando pero vi que desde los rieles caminaba un hombre parsimoniosamente hacia mi. Quizás era alguien que también había sobrevivido. Un provinciano que no hizo más que caminar por las vías hasta desembocar en Once.
Comencé a temblar incesantemente, no se si era por la esperanza que éste representaba o el miedo a estar frente a un holograma. Escucho que a lo lejos este hombre pregunta:
- ¿Hace mucho que espera el tren?
Era la pregunta menos esperada ¿Acaso este imbécil no comprende lo que pasa?. Yo respondo energúmeno:
- No espero nada, señor.
- ¿Entonces? ¿se dedica a mirar la nada mientras el mundo galopa furioso por estos lados?
- ¿Está delirando?
- ¿Como es su nombre?
- Juan. Juan Favre. ¿El suyo?
- Digamos que en cierto punto somos tocayos. Poseo todos los nombres que usted desee.
-Usted comienza el interrogatorio de forma muy relajada, yo respondo. Le pregunto algo tan simple como su nombre y usted me responde, de forma intransigente, filosóficamente nada.
Comenzaba a cansarme este granuja desconocido. Encaré hacia la salida de la estación. Un temor espantoso me recorrió la vértebras. Sentí que me hablaba al oído, pero cuando me doy vuelta estaba a más de cien metros de distancia.
- La filosofía es un juego de hombres, Juan. El sistema es el juego inagotable de los hombres. No me venga con subterfugios estúpidos, amigo. Usted sabe tan bien como yo que ambos no pertenecemos al sistema.
- ¿Quien sos? ¿De donde carajo venís?
- Pregunta... usted pregunta como si la respuesta alivianara su incertidumbre. En fin, mi nombre es Luzbel, vengo del oeste caminando por estas vías. Caminé para encontrarlo acá.
-¿Y porque me busca? ¿Como fue que sobrevivimos? ¿Donde está la gente?
- ¿Sobrevivir a que, mi querido colega? La gente está donde siempre, las cosas están como siempre. Todo en su lugar correcto (Everything in it´s right place). Lo que no quiere entender es donde está usted.

Por un segundo, sentí como las neuronas fluían vertiginosamente dentro de mi cabeza. Los oídos comenzaron a zumbarme con una estridencia inusitada. El aire entraba por mis narices y cuando intentaba llegar a mis pulmones, sentía que mis vías respiratorias estaban obstruidas por un cilindro de metal irrompible. Mi vista tornose llorosa, las lágrimas se iban diluyendo con el sudor que poblaba mis mejillas. Cerré los ojos, con incesante agitación logré balbucear:
-Estoy en la estación de Once, canalla.
- No es cierto, usted sabe que no es cierto. Abra los ojos y verá claramente que ambos nos encontramos en la costa del Río de la Plata.
Era cierto. Ahí estaba, el río nocturno y furioso estallando contra el rompiente. Una puta ruptura de tiempo y espacio me llevaron ilógicamente a un lugar en el que creí estar toda mi vida. El río, yo siempre estuve en el fondo del conchudo río. Escuche aviones, pero no las vi. Y él seguía ahí, a cien metros mío hablándome como un dictador nefasto desde su estrado. No logré controlar la congoja...
- ¿Usted sabe, Juan, qué tiene en la camisa?
Me contemplo el abdomen, lo palpo. Veo las yemas de mis dedos húmedas. Me sofoco, me ahogo, me fagocito enrabiado en la niebla de la noche.
- ¡Sangre! ¿Que me hizo?
- Fue usted quien caminó errante por la ciudad con un abismo de 20 centímetros en su estómago, señor. Nadie fue en su búsqueda, nadie corrió a auxiliarlo. Solo yo he sido el único que ha llegado a su encuentro. Su herida pronunciaba clamores sórdidos que resonaban en mi sesos, los clamores de la desesperación, del fin ...Yo solo cumplo con mi función natural. Yo soy parte de la naturaleza, como este río, como el útero en el que usted fue gestado. Soy cada gota de aire que respiró, el tiempo que tardó en crecer, en caminar, en amar, en hacer nada. Soy su última palabra.

sábado, 4 de mayo de 2013

Cuando por de mi pasó el sismo que alguna vez fue aire para que...

pueda respirarte antes de morir sin vos


entonces yo me sumerjo altiva en el caos que marché para cuando de mi ser olvidaba las livianas miradas extraviadas en un sujeto triste que mis ojos contemplaron en el más allá de mi más alta respuesta vital para con un instante de dos simples miradas unidas hacia un momento perenne de un amor que no pudo ser en un universo caduco con una propuesta descabellada de labios saltones y llamadas incoherentes porque me voy me voy amor nos fuimos para encerrarnos en la melancolía que un recuerdo embistió en nuestra piel cuando partimos y nos diluimos frágiles mientras colapsaba tanto sexo empedernido que el regocijo incrementó sulfurando nuestros fluidos encarnados en los cuerpos que nosotros creemos representar pero que no que no que no controlamos ese presente y el futuro me sabe a regreso regreso donde las miradas no serán el déficit de nuestras vidas que fallaron cuando los olores que constituimos en las sábanas de la discordia se enredaron para no para no volver para no volver jamás a ser aquel abismo que nos contuvo después del vértigo sabido por ambos que jugamos que confundimos que nos fuimos impregnando de todo eso que nosotros sabíamos que el alba terminaría de dilapidarnos porque eso no podía no tenía que ser nosotros quienes lo hicimos hasta matarnos en la saliva en la respiración que compartimos en un verso disonante
en aquel entonces me voy entonces no estás para atajarme cuando mis pies se bifurcan en un leve rumbo inaudito lejos de los instantes en que me hiciste me creaste me pariste reinventando todas mis fibras sensibles que antes yo no sabía que eran parte de este cuerpo desencajado que soy que sufro que no valoro que no goza ya porque no le doy espacio a respirar como si por ocio se insultase como si por ocio por diversión se cortase porque no contiene sensibilidad me la vaciaste me la raptaste a la sensibilidad que nunca tuve y pude haber tenido pude haberte tenido y pude podría haber podido porque se vio yo sabía ya se vio que un hombre toma a la mujer por la cintura roceada de lujuria rodea con un único sudor sus hombros femeninos que él con sus manos temblorosas posa ambas manos en sus brazos y los quita de un tirón mientras la mujer amputada cae con sus ojos desorbitados que luego el hombre aprehende los brazos de ella y los pone en sus hombros para usarlos a su imagen y semejanza como quien moldea una figura pero ya hace años que duermo para soñarte ya hace años que duermo solo para soñarte desde hace años es mi alimento fue mi alimento cuando me obligaste a esperarte me involucraste en tu semen me induciste a callar y callé y no me dejaste olvidar me obligaste a llevarte cuentitos a la puerta de tu casa en la esquina que nunca conoceré y a no razonar más sobre el supuesto amor que contagiaba las horas torturantes que nosotros bebíamos el vino de ese tiempo que moría con nosotros porque de otra manera no era lo odiás porque no le pasa porque no lo siente lo odiás porque quedaste sola en algo que era de a dos lo odio porque me perdiste me dejaste tirada y me volviste a encontrar y yo seguía si seguía seguía tan inerme y estática como siempre te fugaste te fuiste a buscar otros cuerpos tersos otras pieles más crudas y yo esperé y esperé esperé esperé en la oscuridad que hacía mi cuarto aún desnuda con las sábanas enmarañadas entre mis pechos blancos y arañados y rojizos tal como los habías dejado con las lágrimas secas en mis ojos como los habías dejado con la saliva esperando a aterrizar en tu piel llena de otras salivas como siempre volvías impregnado de otro sabor que mi lengua nunca pudo borrar limpiar quitar acribillarte en todos tus olores ajenos como cuando llegaste y te despertó la realidad la pesadilla que nos devora a cada instante esa puta y nefasta realidad que no podemos evitarla ya que de mis sentimientos siempre fue el más triste que de todos me mortificó hasta hacerme hasta convertirme en una en un despojo inservible que mi mente delineó varias noches en las que mis sentimientos como hoy no tienen puntuación no entienden la intención no vislumbran un dolor o amor que cuando como una mañana cerraste la puerta el cielo estaba enturbiando y te seguí desnuda me puse los zapatos que rechinaron en la madera delatora superficie y te seguí a tu ejército de despiadados amarguras y fracasos te seguí desnuda en la deriva más vertiginosa de mi vida embaucada por tus ojos de orgasmo perdí el camino aún diambulo te seguí y diambulo hasta morir nuevamente en los labios que alguna vez construiste para mi te seguí y mientras sigo siguiéndote aun la deriva me está haciendo perder lo que muchas veces creí llamar una vida para ser vivida que no se está viviendo amor te juro que no se está viviendo yo no se como hacer para hacerlo hacer lo que alguna vez creí llamarte vida.

sábado, 6 de abril de 2013

De lejos.

Encontré estas lágrimas,
En la lluvia densa de abril,
Cada una corría y a mis ojos,
Arqueados subían encima.
La reina decapitó al alfil,
Dejando huellas de marfil
Salpicando partituras del atril.
Así, así sin más,
El horizonte abrirá sus fauces,
Mientras yo te vea difuminarte,
En el cielo hasta perderte,
Haciéndote ya invisible,
Con el viento inherente.
Hacia un sur que ya no es tan sur,
En un norte demasiado norte.

Así, así sin más,
Tu carne se alejará y mis ojos
Ciegos de vos,
Recorrerán la,
Estela de tu cuerpo,
Hasta perderse.
Mientras yo,
Inane, desesperada,
Frágil mente insospechada,
Mido una distancia lenta
Y desmesurada.
Ya no se si es poesía,
Ya no se qué es poesía,
Hablamos de una palabra,
Que lo inmenso significa,
Hablamos del Flaco o García,
O la brisa secuestrando a las hojas mientras crepitan,
O la luz recortando tu cintura,
Subrayando tus costillas.
Te vas, pero ya no hay miedo,
Quizás elucubrando,
Alcance largos desvelos,
Donde el te veo sea recordando,
Y el te oigo agonizando.

Tanto blanco tanto.

Pero ya no, así sin menos,
Quiero sin menos abrazarte,
Hasta haber inmortalizado vuelos.
Es que, ¡Luna de Marte!
Que hasta el sol alzado 
te observa ruborizado,
Y mis brazos ardieron de amarte.

Podría seguirte,
pero ya no rima,
Y la noche iridiscente,
Veremos desde el continente.
Vos desde el rompiente,
Otros desde la lejana mente.
Río con el mismo ímpetu de mi llanto,
Ya no sé...
¿Y qué veré? si mis ojos ya no riman.
¿Y qué verás, guerrero? Y qué verán
Tu jade y su sabiduría.
Pero ya no, ya está,
Te vi perdido,
Entre la gente, distante,
Mirando de lejos,
Mientras hombro con hombro,
Me mirabas,
De lejos,
pero ya no,
Estabas. Ya no. Estás.

Así que te dejo irte, sin más,
Sin menos, sin dejarte,
Te dejo lejos. Así irte sin
Menos te dejo.
Así.
El día que las palabras inútiles me resultaron,
La noche en que enmudecieron,
En el aire murieron,
Y mis voces fútiles no comunicaron.
Así. De lejos.

domingo, 27 de enero de 2013

Constitución II.

(masculino)

-http://www.youtube.com/watch?v=8LeQN249Jqw
 (Olsen Olsen- Sigur Ros)

A cada instante, un nuevo amor.
A cada amor, una razón.
A cada razón, un mundo nuevo.


Hay gente que cree en el postulado romántico de: "amor a primera vista"... yo me identifico más con la noción de "odio a primera vista". Es que la odié por haber irrumpido en mi vida de una forma tan egoísta y cruel... egoísta, porque no se da cuenta que siendo tan precisa logra una dependencia maldita. Cruel, por lo repentino de su llegada. Solo con pensarla, a uno le invade una fiebre infantil -debería sumarse una cuota extra de mortandad cada día, sumar más muerte de la que indefectiblemente todos construimos con el paso del tiempo-.

Ahora ya no puedo decir que todo esto fué un viaje en tren, o un encuentro casual. Nunca pude detectar la diferencia entre lo causal y lo casual, me resultan tan idénticos como el destino y el desatino. Lo único que sé es que te encontré de forma insólita en el lugar más inadecuado. Lo único que se es que quería llegar a La Plata y no podía. Y entre tanta cabeza detecté una sonrisa, una preocupación parecida a la mía. Quizás lo particular del encuentro no eras vos, sino mi deseo de conocer a alguien, a quien sea. Por ósmosis, me acerqué entre el bullicio porque necesitaba de tu compañía, no se si me acerqué de entre el bullicio de la estación o el bullicio de la vida misma, que cotidianamente resulta insoportable y ensordecedor. Supe que callarías como yo entre tanto bullicio y que juntos formaríamos un silencio afable en el cual podríamos besarnos, o tal vez dormir, o soñar.
Nos guíamos mutuamente, vos a mi destino y yo a tu desatino.

En un tren azul, todos los elementos clásicos de la diplomacia dialógica se descartaron inmediatamente. Las oraciones que formulabas ponían en jaque mi desinterés en ciertas cuestiones filosóficas, desafiaban mi sentido de la percepción, que en líneas generales siempre fué bastante inmaduro. Sentía la imposición de darte una respuesta sensata a cada comentario tuyo. Cierta risa, sesgada por la melancolía, nos acompañó en el gris profundo de los asientos plásticos. Vos hacías unas maniobras extravagantes tratando de cebar mate mientras el vagón zigzagueaba raudo sobre las vías. Necesité un nuevo silencio y te invité a reincidir.
Cuando bajaste, dejaste de ser mi instante, mi anécdota, para volver a ser una más entre la gente. Volviste a ser esa angustia exasperante que me genera lo intangible, lo inexistente.

Pasaron los días, yo entre mis últimas horas, vos en no se qué momentos distantes. Sentí el miedo de involucrarte, de sumarte entre mis planes, aunque yo claramente sabía que este vínculo era obsoleto, ya caduco... o quizás tuve miedo de no sentir lo mismo que en aquel gris rústico que nos envolvió hacía unos días.
Aquella noche eras un artilugio infrecuente en aquella esquina, esperabas a que alguien te actualice de mi presencia. Te observé clandestinamente y lo percibiste. Nos miramos deliberadamente y reímos.
La noche se extinguía junto con nosotros y por alguna razón no lo aceptaba. El tiempo se evanescía como nosotros y esa sola idea me paralizó.

Me invitaste a pasar y me diste la espalda mientras te ocupabas de la cocina. Una suerte de hipnosis se apoderó de mis manos y repuntó en una adrenalina adolescente. Estabas ahí, como aguardando no se qué reacción caníbal, un preludio carnal. Implícitamente me sugeriste tu cuerpo. Me dabas la espalda pero sentí la entrega y la deriva. Enlacé mis manos al talle de tu cintura y palpaba la simetría de tus curvas delimitando tu cuerpo. Inclinaste el cuello sutilmente invitando a mi boca. Sentía el calor de tu pecho. Padecíamos un temblor incontrolable que rozaba el paroxismo. Solo atiné a darte la vuelta desde la cintura y aspirarte entera en un primer beso. Intenté morderte la oreja y no pude. Me presionabas la espalda mientras yo te despeinaba. Cada caricia tuya me dolía tanto como me excitaba... pero me arrastraba, me arrasabas descontroladamente. Parecía una lucha a ver quien empujaba al otro más fuerte para llegar al cuarto. Lo último que recuerdo es el sonido de la pava gimiendo en la cocina.

Inhalé hasta tu último aroma y me deslicé en el sudor de tus ojos. Tus pechos, de una blancura inaudita, se desplazaban verticalmente. Te abrías y exhalabas los vapores cálidos del regodeo, mientras exhibías impúdicamente tus costillas que formaban dos diagonales curvilíneas marcando una linea imaginaria hasta tu ombligo. Nuestras mejillas iban enrojeciendo paulatinamente, parecían fosforescentes en la penumbra de la habitación. Nuestras caderas tupidas friccionando y mi piel demasiado torpe, frágil y tosca para resistir tamaño placer. Todo eso me rosaba y me perdía. Era una sed frondosa que me envolvía y lograba matar algo de mi individualidad.
Cuando nos recostamos, intenté contenerte y no te dejaste (creo que eso fué imperdonable) y me obligaste a ser yo el contenido. Apoyaste mi cráneo sobre tu pecho maternal, me dejé estar... después de unos minutos  dijiste:
- Me acuerdo de aquel invierno derrotero en que leí a Emily Bronté... siempre quise un amor como el de Catherine y Heathcliff. Quizás, esto cumpla mi fantasía estúpida y adolescente del amor tortuoso, simbiótico... imposible.
- ¿Porque apareciste en el momento menos propicio?
- ¿Quien te dijo que aparecí en el momento menos propicio?

El tiempo transcurría. Esa sinfonía que nos hizo tan únicos, tan puros, que nos convirtió en bestias placenteras, pereció como lo hace cualquier instante prófugo de nuestra voluntad.
No pudimos congelarnos. Los astros debían seguir girando.
Antes de abrir la puerta intenté ser lo menos solemne que pude y el portazo me sonó a final. Pensé en volver, pero era inútil prolongar la agonía, el sol desfilaría una vez más sobre la tierra y éste ya no brillaba para nosotros.
Cuando salí a la calle me fuí pensando en tus palabras, en como torpemente intentaban transformar tu cotidianidad en una poesía constante, como usabas el lenguaje para intentar llegar a esto y como metaforizabas lo que parece estar explícito. Era esa complejidad o esa humanidad de la que yo carecí siempre. Podías expresar tu sensibilidad y hacer algo con ella, lo que sea.
Me encarné en esa ciudad por última vez, siendo otro.
¿Cómo se vuelve a lo cotidiano luego de experimentar lo desconocido?

Aún no se si llamarla amor, fascinación, ternura o recuerdo. La llamo desde lejos y sé que me escucha pero por alguna razón su respuesta no llega. Siento la ausencia de alguien que no me llama. Quizás deba volver a leerme desde antes, para ver si me repito, o para intentar reivindicarme y buscar en el pasado lo que ya no recuerdo o simplemente volver. Quisiera no estar escribiendo, porque si te escribo quiere decir que no puedo decírtelo, aunque la peor parte de todas sea que tampoco podré leértelo.
Ya no quiero más este regocijo, la melancolía del recuerdo... pero dejar este regocijo me obligaría a no pensarte, no buscarte o no escribirte más. Hay algo muy parecido entre escribirte y recordarte, escribo para recordarte o recuerdo para escribirte... por más que sepa que dentro de no se cuanto tiempo ya no tenga ninguna de esas dos cosas.
Ni siquiera me serviría trasnochar en todos los burdeles de París.