martes, 18 de noviembre de 2014

La voz que me lee por dentro.

Era de las primeras escarchas. El otoño había muerto siendo invierno, las hojas se habían secado demasiado rápido. Cayeron raudas desde las copas de los árboles y ahora no eran más que cenizas bajo el blanco del invierno.
El frío se va inmiscuyendo vaporosamente atravesando la dulce corteza hasta desprenderla del tronco, pequeños trozos de ella van cayendo secamente hacia la hierba. El árbol derrama hojas y hojas, la copa del árbol derrama su interior por el campo. Resulta ser un campo de copas derramadas, de árboles derramados, ebrios de invierno fogoneando durante la noche.

Son cuatro. Un matrimonio con dos hijos varones que sobreviven en la soledad rural mediante el autosustento de su propio campo. Entre Ríos. Se llega tomando la ruta 14 hacia Villaguay y en el kilómetro 181 a la altura de la Colonia Juan Jorge se toma un camino de ripio que lleva hacia La Clarita y más allá hasta Arroyo Barú. A medida que uno va avanzando, más se interna en aquellos parajes silvestres. La morada se encuentra a 7 km de La Clarita y unos casi 20 de la ruta 14. Hay que prestar una especial atención para encontrar la entrada a aquella morada. Una tranquera escueta se camufla entre la hierba a la altura de una curva pronunciada que compone el ripio. Atravesando la tranquera se toma un boceto de camino que comienza en línea recta y se curva hacia la derecha para llegar a una arbolada donde se encontrará la humilde morada. Algún invernadero a lo lejos, un tractor que se oxida, una parra que muere por la helada. 

Ella hace días, quizás meses, se fue de su casa con un cuchillo en la mano (un cuchillo que nunca apareció en la casa). Nunca volvió. Había anunciado que aquella mañana iba a carnear un cordero para la cena y nunca volvió.

Aquella mañana él se calzó las botas de todos los días, el pantalón de todos los días y corrió a la cocina de todos los días a tomar su mate de todos los días. Enciende la radio a pilas, difícilmente sintoniza la estación local. La radio cruje, sus agujas son espadas que rechinan dentro de esa caja sonora. Sintoniza, transmiten los onomásticos. Transmiten los obituarios. El se estremece al escuchar la noticia de la muerte de algún que otro conocido, algún vecino lejano, o el patriarca familiar de alguna casa en La Clarita. Aún no amanece. Sale de la casa y camina tres kilómetros por el sendero llano hasta el camino de ripio. Sale de la casa por quinta vez en esa semana creyendo encontrarla.
Las primeras semanas había dejado el asunto en manos de la policía. El comisario se comprometió a traerla de regreso en menos de una semana, pero la promesa se marchitó tras el tiempo.
Se rumoreaba por La Clarita que ella simplemente se había cansado de él y su carácter árido, de la familia y del trabajo. Que se había subido al camión de algún fulano en la estación Juan Jorge dándose a la fuga para nunca volver.

Él llega hasta el camino y se orienta eligiendo el punto cardinal adecuado. Sabría que volvería tarde, quizás nunca. Decidió ir más allá, buscar más kilómetros adentro. Se dirigió hacia el lado de La Clarita, el otro lado ya lo había investigado. Hubo una jornada en la que no volvió hasta las tres de la tarde; sus hijos lo esperaban en el galpón con las cañas para dirigirse al arroyo y él rechazó la oferta, es que había ido hasta la estación de tren abandonada, a unos kilómetros de allí, recordando las veces que la acompañaba a tomar el coche motor para ir a visitar a su madre en Concepción del Uruguay.
Ya se veían los primeros caballos. Aquel silencio mortal era interrumpido de vez en cuando por algún tractor tembloroso que rodaba a la distancia. El sol ya bañaba aquellos parajes mojando los campos de cegadora luz, radiante.
A lo lejos divisa La Clarita y avanza decidido para introducirse en el pueblo. Desde la distancia se lo veía a don Francisco con un jean desgastado, unas botas machacadas, su camisa a cuadros de todos los días y una boina con visera marrón. La neblina espesa iba recortando su cuerpo. Esa masa desteñida que era él evaporaba esa marea de gas gestado por esa mezcla de aire frío de campo y el rocío fresco de la acabada madrugada. Entra por la calle principal y dobla por Dr. Bastian esperando toparse con la pulpería de siempre. Desde temprano ya se veía a los primeros concurrentes pedirse alguna uva macerada, o cierta bebida blanca. Las ventanas de la puerta de entrada se veían opacas, las paredes salpicadas por el barro de los sulkis se mostraba esquelética de ladrillos. Ahí mismito se encontraba don José, dándole bomba a la caña, sentado solo como esperando a que alguien lo actualice. Francisco entra, mira el frío hecho carne en los cuerpos de sus iguales. Agarra una banqueta y se sienta al lado de José que se encuentra cabizbajo con el vaso casi vacío apoyado sobre la barba.

- Don Favre, naide dijo que vendría al alba. Cuente de la jornada que la caña está como criadilla recién cortada.

Manera zonza de buscar palabras echando disimulo y esquivada sobre una cantidá de cosas ciertas contra una cantidá de cosas vana, manera zonza de querer fingirme sonrisa de colmillo a cada rato creyendo que me dentran por el ojo sin darse cuenta que ya estoy chicato, que ya ni miro de ande viene el viento, ni si es de noche ni si está aclarando. Manera zonza de pasar chiflando pa´ conformar un ruido y escucharlo ansina  se acorta la espera y de paso se espanta los carancho manera de arrimar una esperanza pa´ quien se habrá de dir de una boqueada contando el parejero de una nube y arriando la tropilla de la nada. 


- Que no venga a dar vueltas sobre piso aquel que de chicato olvidó el oficio, que gaucho que frena la caída de golpe se lleva el un simarrón encabritado a galope. No me hable de corazones en loza, no me vuelva decir naida de naida, deje no más de andar tragando rabia, que no me va a aliviar haciendo remolino como cachorro en vaca agusanada. No tenga miedo, amigo, todo pasa. No me venga de borracho por mujeres cuando acá queremo dialogar sin que desespere... que los pampas harán sonar el pico de la misma granilla que me espera.

- Tengo mucho recuerdo pa acordarme y mucho otro que ya son olvido.

- No vale ni la pena echar la cuenta...

- Tengo mucho recuerdo que respira y mucho otro que será mi vuelta.

- De algo debe sincerarse mi amigo, que el miedo no le venga a la sangre porque de nostalgia la pampa se mueve y lo barre. Ni miedo debe tener la nostalgia. No nunca las he tenido, ese miedo es más helado que el destino. No me tiemble muchacho, que el que tiembla suele hacer de la vida una mortaja. Se nace macho, se vive y se termina macho y medio si es preciso.

Con éstas últimas frases, Francisco termina su vino y atraviesa la entrada, pensando en la tristeza de José que se le escurrió por la espalda y le punzaba agudamente la médula. Volvió al camino principal y siguió derecho para el lado del yermo.
Desde el camino vio todos los estados climáticos posibles. Al mediodía, una tormenta arrasó con el techo de una capilla. Creyó que existía un demonio en cada piedra con la que tropezaba, pero decidió no volver sobre sus pasos. En el fondo, él entiende que es hora de volver a la casa, piensa en sus hijos, piensa en su mujer perdida. Decidió no ir a ordeñar la vaca, no poner la leche sobre la mesa, no volver a cuidar de los frutos de ese amor que tanto añora y que ahora le destrozaba el pecho como mil hachas desollando leña coartada. Como si cada minuto fuera el impacto del filo sobre el tronco que se iba degradando haciendo saltar sus partes en pedazos.
La tarde fue eterna. No entendió porque no lo aquejó el hambre, ni el cansancio.
Así cayó la noche sobre sus hombros. La noche... La noche le pesaba, se dió cuenta que nunca había atravesado esos terrenos casi desérticos, campos desolados, casi vírgenes. No quería descansar, pero finalmente su ritmo cardíaco le obligó a sentarse bajo una salamanca que se erguía sola entre el llano. Removía las hojas con sus botas, llenas de barro y de kilómetros.
A lo lejos, la noche tomaba cuerpo. Una tapera hacía sombra en el horizonte. A unos cuantos metros de la tapera detectó un árbol, un ombú curiosamente intacto y solitario respirando la vacuidad del extenso yermo. Caminó hacia la casa en ruinas, agrietada y denigrada por el abandono. Se acercó sabiendo que nada encontraría allí, que solo se toparía con más silencio, con más ausencia. Carecía de puertas, de ventanas, hasta de techo. No había nada para buscar, no había nada para encontrar.
Respiró hondo y sintió que en su suspiro algo de él se alejaba para siempre. Creyó oír algo similar a un sonido. Se levantó vehemente y alzó la guardia. Las manos en los bolsillos le recordaron que desde temprano llevaba con el su facón. Y miró hacia el oeste. Contempló el árbol, y nuevamente, sabiendo que nada iba a encontrar, se acercó a él. Preso del asombro baja la vista hacia el piso al sentir crepitar algunas hojas en sus botas y notó que un par de ellas se les habían pegado al barro de las suelas. Se sentó en una de las protuberantes raíces del ombú. Entendió que dentro suyo habitaba una fría maraña de vísceras, palpó su endurecido estómago... y en ese ínfimo momento que pareció inmutarse como una fotografía, detecta que en la tierra, tirado, se encontraba el cuchillo que ella se había llevado, aguardando a ser encontrado. Contundente y brillante como tirado al azar mostraba el fino filo del acero. Un insistente rayo del ocaso se reflejaba en él, como si el sol diera su último golpe antes de huir de la noche.

-"Llegaste. Pensé que no vendrías"- dijo ella.
Creyó estar delirando. Si podría haber elegido un sonido para describir su alma en aquel momento, hubiese
sido todo el peso completo de un caballo galopando como una fiera desalmada a la deriva.
-"¿Estás acá? ¿Dónde?"- desesperó él.
-"Acá. Necesito que me hagas un favor... quemá este árbol".
"No entiendo, ¿donde estás?, no puedo verte. Yo...te extrañamos, todos"- dijo mientras las lágrimas se multiplicaban en sus ojos, casi al borde de la ceguera.
-"Quemá el árbol" - insistió ella.
-"¿Porque me pedís esto?"- gimió él mientras las hojas lo sondeaban. 
- "Ya no estoy. Me fui. No quiero esta vida, la perdí, NUNCA ME DETUVE A ESCUCHAR LA VOZ QUE ME LEE POR DENTRO".
No había más explicaciones para dar. El entendió que hoy no era un día para vencer a la muerte.

El árbol comenzó a deshojarse y empezó a cubrir al hombre por completo. Sus lágrimas iniciaron el fuego que imparable brilló aquel atardecer. El insistió y con pujanza se adentró en el incendio.
El hombre se desintegra librando sus átomos al azar. La mujer aguarda a la distancia.
Los últimos rayos de sol se filtran entre el monte y lo trasluce todo.

"La policía y los vecinos del pueblo buscaron al hombre por días. La historia se volvió aún más enigmática al ingresar a la casa y corroborar que los dos hijos también habían desaparecido, sin dejar huella, rastro o vestigio que sirva para iniciar una posible búsqueda. Se realizaron funerales simbólicos en nombre de la familia. Los rumores corrieron declarando al hombre culpable de haber acabado con su estirpe dándose a la fuga. El tiempo pasó y la gente de los alrededores se fue olvidando de esta familia. 
Sin embargo, surgieron leyendas a raíz de estos dudosos acontecimientos. Algunos aseguran que si se toma el camino atravesando las afueras del pueblo y más allá, puede verse un árbol en llamas por la noche. Los supersticiosos hablan de estas dos personas perdidas y sus hijos, aseguran que si cualquier caminante va hacia aquel árbol para echarse a llorar, podría inundarse en llamas y así carbonizarse junto al árbol, él cual al día siguiente despierta intacto. Los escépticos hablan de bandidos rurales."


No hay comentarios:

Publicar un comentario