Era de
las primeras escarchas. El otoño había muerto siendo invierno, las hojas se
habían secado demasiado rápido. Cayeron raudas desde las copas de los árboles y
ahora no eran más que cenizas bajo el blanco del invierno.
El frío se va inmiscuyendo vaporosamente atravesando la
dulce corteza hasta desprenderla del tronco, pequeños trozos de ella van
cayendo secamente hacia la hierba. El árbol derrama hojas y hojas, la copa del
árbol derrama su interior por el campo. Resulta ser un campo de copas
derramadas, de árboles derramados, ebrios de invierno fogoneando durante la
noche.
Son cuatro. Un matrimonio con dos hijos varones que
sobreviven en la soledad rural mediante el autosustento de su propio campo.
Entre Ríos. Se llega tomando la ruta 14 hacia Villaguay y en el kilómetro 181 a
la altura de la Colonia Juan Jorge se toma un camino de ripio que lleva hacia
La Clarita y más allá hasta Arroyo Barú. A medida que uno va avanzando, más se
interna en aquellos parajes silvestres. La morada se encuentra a 7 km de La
Clarita y unos casi 20 de la ruta 14. Hay que prestar una especial atención
para encontrar la entrada a aquella morada. Una tranquera escueta se camufla
entre la hierba a la altura de una curva pronunciada que compone el ripio.
Atravesando la tranquera se toma un boceto de camino que comienza en línea
recta y se curva hacia la derecha para llegar a una arbolada donde se
encontrará la humilde morada. Algún invernadero a lo lejos, un tractor que se
oxida, una parra que muere por la helada.
Ella hace días, quizás meses, se fue de su casa con un
cuchillo en la mano (un cuchillo que nunca apareció en la casa). Nunca volvió.
Había anunciado que aquella mañana iba a carnear un cordero para la cena y
nunca volvió.
Aquella mañana él se calzó las botas de todos los días, el
pantalón de todos los días y corrió a la cocina de todos los días a tomar su
mate de todos los días. Enciende la radio a pilas, difícilmente sintoniza la
estación local. La radio cruje, sus agujas son espadas que rechinan dentro de
esa caja sonora. Sintoniza, transmiten los onomásticos. Transmiten los
obituarios. El se estremece al escuchar la noticia de la muerte de algún que
otro conocido, algún vecino lejano, o el patriarca familiar de alguna casa en
La Clarita. Aún no amanece. Sale de la casa y camina tres kilómetros por el
sendero llano hasta el camino de ripio. Sale de la casa por quinta vez en esa
semana creyendo encontrarla.
Las primeras semanas había dejado el asunto en manos de la
policía. El comisario se comprometió a traerla de regreso en menos de
una semana, pero la promesa se marchitó tras el tiempo.
Se rumoreaba por La Clarita que ella simplemente
se había cansado de él y su carácter árido, de la familia y del trabajo. Que se
había subido al camión de algún fulano en la estación Juan Jorge dándose a la
fuga para nunca volver.
Él llega hasta el camino y se orienta eligiendo el punto
cardinal adecuado. Sabría que volvería tarde, quizás nunca. Decidió ir más
allá, buscar más kilómetros adentro. Se dirigió hacia el lado de La Clarita, el
otro lado ya lo había investigado. Hubo una jornada en la que no volvió hasta
las tres de la tarde; sus hijos lo esperaban en el galpón con las cañas para
dirigirse al arroyo y él rechazó la oferta, es que había ido hasta la estación
de tren abandonada, a unos kilómetros de allí, recordando las veces que la
acompañaba a tomar el coche motor para ir a visitar a su madre en Concepción
del Uruguay.
Ya se veían los primeros caballos. Aquel silencio mortal
era interrumpido de vez en cuando por algún tractor tembloroso que rodaba a la
distancia. El sol ya bañaba aquellos parajes mojando los campos de cegadora
luz, radiante.
A lo lejos divisa La Clarita y avanza decidido para
introducirse en el pueblo. Desde la distancia se lo veía a don Francisco con un
jean desgastado, unas botas machacadas, su camisa a cuadros de todos los días y
una boina con visera marrón. La neblina espesa iba recortando su cuerpo. Esa
masa desteñida que era él evaporaba esa marea de gas gestado por esa mezcla de
aire frío de campo y el rocío fresco de la acabada madrugada. Entra por la
calle principal y dobla por Dr. Bastian esperando toparse con la pulpería de
siempre. Desde temprano ya se veía a los primeros concurrentes pedirse alguna
uva macerada, o cierta bebida blanca. Las ventanas de la puerta de entrada se
veían opacas, las paredes salpicadas por el barro de los sulkis se mostraba
esquelética de ladrillos. Ahí mismito se encontraba don José, dándole bomba a
la caña, sentado solo como esperando a que alguien lo actualice. Francisco
entra, mira el frío hecho carne en los cuerpos de sus iguales. Agarra una
banqueta y se sienta al lado de José que se encuentra cabizbajo con el vaso
casi vacío apoyado sobre la barba.
- Don Favre, naide dijo que
vendría al alba. Cuente de la jornada que la caña está como criadilla recién cortada.
- Manera zonza de buscar palabras echando disimulo y
esquivada sobre una cantidá de cosas ciertas contra una cantidá de
cosas vana, manera zonza de querer fingirme sonrisa de colmillo a
cada rato creyendo que me dentran por el ojo sin darse cuenta
que ya estoy chicato, que ya ni miro de ande viene el viento, ni
si es de noche ni si está aclarando. Manera zonza de pasar
chiflando pa´ conformar un ruido y escucharlo ansina se
acorta la espera y de paso se espanta los carancho manera de arrimar
una esperanza pa´ quien se habrá de dir de una
boqueada contando el parejero de una nube y arriando la
tropilla de la nada.
- Que no venga a
dar vueltas sobre piso aquel que de chicato olvidó el oficio, que gaucho que
frena la caída de golpe se lleva el un simarrón encabritado a galope. No me hable de
corazones en loza, no me vuelva decir naida de naida, deje no más de andar
tragando rabia, que no me va a aliviar haciendo remolino como cachorro en vaca
agusanada. No tenga miedo, amigo, todo pasa. No me venga de borracho por mujeres cuando acá queremo dialogar sin que desespere... que los
pampas harán sonar el pico de la misma granilla que me espera.
- Tengo mucho
recuerdo pa acordarme y mucho otro que ya son olvido.
- No vale ni la
pena echar la cuenta...
- Tengo mucho
recuerdo que respira y mucho otro que será mi vuelta.
- De algo debe
sincerarse mi amigo, que el miedo no le venga a la sangre porque de nostalgia
la pampa
se mueve y lo barre. Ni miedo debe tener la nostalgia. No nunca las
he tenido, ese miedo es más helado que el destino. No me tiemble
muchacho, que el que tiembla suele hacer de la vida una mortaja. Se nace
macho, se vive y se termina macho y medio si es preciso.
Con éstas últimas frases, Francisco termina su vino y
atraviesa la entrada, pensando en la tristeza de José que se le escurrió por la
espalda y le punzaba agudamente la médula. Volvió al camino principal y siguió derecho para el lado del yermo.
Desde el camino vio todos los estados climáticos posibles.
Al mediodía, una tormenta arrasó con el techo de una capilla. Creyó que existía
un demonio en cada piedra con la que tropezaba, pero decidió no volver sobre
sus pasos. En el fondo, él entiende que es hora de volver a la casa, piensa en sus hijos, piensa en su mujer perdida. Decidió no ir a ordeñar la vaca, no poner la leche sobre la mesa, no volver a cuidar de los frutos de ese amor que tanto añora y que ahora le destrozaba el pecho como mil hachas desollando leña coartada. Como si cada minuto fuera el impacto del filo sobre el tronco que se iba degradando haciendo saltar sus partes en pedazos.
La tarde fue eterna. No entendió porque no lo aquejó el hambre, ni el cansancio.
Así cayó la noche sobre sus hombros. La noche... La noche le pesaba, se
dió cuenta que nunca había atravesado esos terrenos casi desérticos, campos
desolados, casi vírgenes. No quería descansar, pero finalmente su ritmo
cardíaco le obligó a sentarse bajo una salamanca que se erguía sola entre el llano.
Removía las hojas con sus botas, llenas de barro y de kilómetros.
A lo lejos, la noche tomaba cuerpo. Una tapera hacía sombra
en el horizonte. A unos cuantos metros de la tapera detectó un árbol, un
ombú curiosamente intacto y solitario respirando la vacuidad
del extenso yermo. Caminó hacia la casa en ruinas, agrietada y denigrada
por el abandono. Se acercó sabiendo que nada encontraría allí, que solo se
toparía con más silencio, con más ausencia. Carecía de puertas, de ventanas,
hasta de techo. No había nada para buscar, no había nada para encontrar.
Respiró hondo y sintió que en su suspiro algo de él se
alejaba para siempre. Creyó oír algo similar a un sonido. Se levantó vehemente y alzó la guardia. Las manos en los bolsillos le recordaron que desde temprano llevaba con el su facón. Y
miró hacia el oeste. Contempló el árbol, y nuevamente, sabiendo que nada
iba a encontrar, se acercó a él. Preso del asombro baja la vista hacia el piso al sentir
crepitar algunas hojas en sus botas y notó que un par de ellas se les habían
pegado al barro de las suelas. Se sentó en una de las protuberantes
raíces del ombú. Entendió que dentro suyo habitaba una fría maraña de vísceras, palpó su endurecido estómago... y en ese ínfimo momento que pareció inmutarse como una fotografía, detecta que en la tierra, tirado, se encontraba el cuchillo que ella se había llevado,
aguardando a ser encontrado. Contundente y brillante como tirado al azar
mostraba el fino filo del acero. Un insistente rayo del ocaso se reflejaba
en él, como si el sol diera su último golpe antes de huir de la noche.
-"Llegaste. Pensé que no vendrías"- dijo ella.
Creyó estar delirando. Si podría haber elegido un sonido
para describir su alma en aquel momento, hubiese
sido todo el peso completo de un caballo galopando como una fiera desalmada a la deriva.
-"¿Estás acá? ¿Dónde?"- desesperó él.
-"Acá. Necesito que me hagas un favor... quemá este
árbol".
"No entiendo, ¿donde estás?, no puedo verte. Yo...te
extrañamos, todos"- dijo mientras las lágrimas se multiplicaban en sus ojos,
casi al borde de la ceguera.
-"Quemá el árbol" - insistió ella.
-"¿Porque me pedís esto?"- gimió él mientras las
hojas lo sondeaban.
- "Ya no estoy. Me fui. No quiero esta vida, la perdí, NUNCA ME DETUVE A ESCUCHAR LA VOZ QUE ME LEE POR DENTRO".
- "Ya no estoy. Me fui. No quiero esta vida, la perdí, NUNCA ME DETUVE A ESCUCHAR LA VOZ QUE ME LEE POR DENTRO".
No había más explicaciones para dar. El entendió que hoy no
era un día para vencer a la muerte.
El árbol comenzó a deshojarse y empezó a cubrir al hombre
por completo. Sus lágrimas iniciaron el fuego que imparable brilló aquel
atardecer. El insistió y con pujanza se adentró en el incendio.
El hombre se desintegra librando sus átomos al azar. La
mujer aguarda a la distancia.
Los últimos rayos de sol se filtran entre el monte y lo
trasluce todo.
"La policía y los vecinos del pueblo buscaron al hombre por días. La historia se volvió aún más enigmática al ingresar a la casa y corroborar que los dos hijos también habían desaparecido, sin dejar huella, rastro o vestigio que sirva para iniciar una posible búsqueda. Se realizaron funerales simbólicos en nombre de la familia. Los rumores corrieron declarando al hombre culpable de haber acabado con su estirpe dándose a la fuga. El tiempo pasó y la gente de los alrededores se fue olvidando de esta familia.
Sin embargo, surgieron leyendas a raíz de estos dudosos acontecimientos. Algunos aseguran que si se toma el camino atravesando las afueras del pueblo y más allá, puede verse un árbol en llamas por la noche. Los supersticiosos hablan de estas dos personas perdidas y sus hijos, aseguran que si cualquier caminante va hacia aquel árbol para echarse a llorar, podría inundarse en llamas y así carbonizarse junto al árbol, él cual al día siguiente despierta intacto. Los escépticos hablan de bandidos rurales."
Sin embargo, surgieron leyendas a raíz de estos dudosos acontecimientos. Algunos aseguran que si se toma el camino atravesando las afueras del pueblo y más allá, puede verse un árbol en llamas por la noche. Los supersticiosos hablan de estas dos personas perdidas y sus hijos, aseguran que si cualquier caminante va hacia aquel árbol para echarse a llorar, podría inundarse en llamas y así carbonizarse junto al árbol, él cual al día siguiente despierta intacto. Los escépticos hablan de bandidos rurales."
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