lunes, 31 de marzo de 2014

Dos metros bajo tierra.

No tenés idea cuanto me excita cada vez que te palpo en sueños. Despierto y mis sábanas son testigos de esa experiencia tan nocturna. La humedad me asedia y quiere tenerte entre mis piernas mientras tu imagen se desdibuja, pero aún se que sos vos, la que está ahí conmigo en ese contexto sustraído, lejos de alguna realidad sensible. Estás ahí, indefensa y entregada, como a mi gusta. Me decís homosexual y nos golpeamos. Te digo homosexual y nos besamos. Y en ese instante sos así de sexual.
"Así me gusta soñarte", te decía mientras cerrabas la puerta de la habitación y te sacabas la remera descubriendo ese torso pequeño y ese abdomen trabajado (se que decir "trabajado" suena poco poético, pero es la palabra única para definirlo, y la que más me calienta) que tanto me eriza, tus rulos y tu boca curiosamente femenina.
Por alguna razón yo vivía en dos casas al mismo tiempo, mi departamento desde hace casi un año en la calle Soler y una casa ubicada en Congreso, por la calle Moreno. Quizás esa casa era un significante con un significado al que en este momento no me atrevería a darle un sentido. El lugar era ese, mi otra casa sobre Moreno, cerca de Entre Ríos (podría haber sido una casa a la que asistí, pero no, era otro lugar inventado por mi mente, conjugado con otros lugares que vi y nunca vi). No voy entrar en detalles sobre lo sucedido, ambas sabemos lo que hicimos en aquel sueño donde el sol se tamizaba en las cortinas.
Ambas satisfechas salimos de la habitación. Algunos nos esperaban fuera, no recuerdo los rostros.
Mi desconocida casa parecía estar en restauración y fuimos a explorarla. Vimos una escalera provisoria, improvisada con una madera pseudo tablones muy precaria. Recuerdo oír aserrín, recuerdo oler el movimiento de la escalera mientras ascendíamos. Decíamos que ascendíamos pero yo podía vernos desde lejos como todos bajábamos esas escaleras. Poseía la lógica del sueño, insensata y entreverada lógica inexistente. Mientras subíamos/bajábamos las escaleras, distintas conversaciones un tanto superficiales emanaban de nuestras bocas. Las risas retumbaban en la madera de la escalera y nosotros sentíamos un leve temblor al pisar cada peldaño, hueco y estático.
La escalera se detenía en una puerta, un cruce de caminos, podíamos no abrir la puerta, pero la abrimos. Queríamos ver que había en mi propia casa.
Desde el umbral de la puerta dimos un pantallazo general a esa peculiar habitación que olía a lirios, a jazmines, a rosas, a lilas, o a esa mezcla repugnante de flores que no sabemos cuales son, solo que se esmeran empalagosamente en querer ocultar otro aroma aún más repugnante. El piso estaba cubierto por una alfombra tan suave como el seno materno. El techo cetelleantemente blanco, las paredes color cremita. Pulcridad extrema podría ser el mejor adjetivo para aquel recinto.
Cuando penetramos la entrada sentimos una energía extraña, perturbadora, más bien siniestra. Lo siniestro, lo cotidiano extrañado. Eso fue, eso sentimos. Lo cotidiano extrañado y lo cotidiano extraviado. Porque de alguna manera estábamos perdidos dentro de mi casa, era gracioso y absurdo. Era hasta degenerado el sentimiento de haber viajado en tiempo y espacio con solo subir/bajar una canónica escalera de madera.
Grandes sillones de finos tapizados se desplegaban en el lugar, y de pronto, como otro mueble más veíamos ataúdes lujosos del primer mundo. Rectangulares, brillosos, laqueados, pintados. Manijas de oro enchapado aguardaban altivas las manos de algunos hombres forzudos que sean capaces de trasladarlas a destino.
Los sillones tanto como los ataúdes no estaban desperdigados al azar, estaban depositados de una forma precisa, sencilla, pero precisa.
Un grupo de tres personas se acercaron a recibirnos: un hombre de unos treinta y pico con el espíritu parco de un hombre de sesenta; una señora muy señora estereotípicamente señora oficinista atención al público de irritable prolijidad y de blonda edad; el tercero o tercera no fue digno de mi atención, no sabría especificar por qué, simplemente no lo fue. Cuestión que estos curiosos empleados parecían asistir a una ordalía medieval pero con una actitud muy posmoderna (espero que este concepto pueda definir sus comportamientos). Hablaron de ciertos "servicios" o "especiales y personalizados servicios" que dependían del capital que uno esté dispuesto a invertir.
Quisimos ahogarnos más en el asunto y seguimos caminando hacia el fondo de la sala. Nos cruzamos a un párroco, con semblante de inquisición, pero no nos dirigió la palabra, solo hizo un ademán de bruta cordialidad.
De pronto un circuito de camarines nos invadían. A ver, como explicarlo... una fila de tocadores con espejos y bombitas de luz, una masiva cantidad de maquillajes rebalsaban sobre las mesas. Era una especie de circuito, de recorrido, de visita. Éramos la visita. Vimos gente, humanos con una actitud rebosante, felices. Todos estaban maquillándose, asediándose, preparándose para la meta. Suena gracioso el término, pero así le decían ellos: la meta o la meca.
La meta, ese último y único lugar. Esa que nos unifica y que nos revela nuestra finita condición humana.
Este sector "camarines" estaba exacerbadamente iluminado, no querían que se perdiese detalle alguno. Una señora se empolvaba las mejillas con un rubor carmín, sus labios borgoña sonreían descaradamente y nos miraba a través del espejo. Nosotros indagábamos curiosos y silenciosos a los protagonistas de nuestro "tour". Eran muchos, de todas las edades. Un par de pibes corrían por el lugar, olían a frescura y gomina. No eran de antaño, eran de nuestra época, del 2014 con todo lo que eso acarrea. Una madre pasó con su bebé en brazo y todos tiritamos al unísono.
Ellos, todos y cada uno, se vestían, se preparaban a su antojo para el último acto... No entendíamos si nosotros también teníamos que comenzar a maquillarnos, a elegir los objetos o seleccionar la indumentaria que instantes después estaría dos metros bajo tierra. Otra vez volvía el olor al cóctel de flores, se entreveraba con el polvo y la colonia.

Ahí desperté, en ese momento rancio donde el sueño se apaga y no cabe lugar para él en el plano consciente. -Termina la película y se encienden las luces- La realidad irrumpe destrozando la vigilia.
Ahí abrí los ojos en la misma cama donde te había tenido, sobre la calle Soler. Me siento en la cama con el sabor del sueño todavía en el paladar mezclado con la saliva matutina y el gusto del cigarrillo de la noche anterior. Una vez más despierto. En mi cama vacía.

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